IMMORTALE DEI
de S.S. León XIII
sobre la constitución cristiana de los estados
de S.S. León XIII
sobre la constitución cristiana de los estados
Obra inmortal de Dios misericordioso es su Iglesia; la cual, aunque por sí y por su propia naturaleza atiende a la salvación de las almas y a que alcancen la felicidad en los cielos, aun dentro del dominio de las cosas caducas y terrenales procura tantos y tan señalados bienes, que ni más en número ni mejores en calidad resultarían si el primer y principal objeto de su institución fuesen asegurar la prosperidad de la presente vida.
A la verdad, dondequiera que puso la Iglesia el pie, hizo al punto cambiar el estado de las cosas e informó las costumbres con virtudes antes desconocidas y con una nueva civilización; y así los pueblos que la recibieron sobresalieron entre los demás por la mansedumbre, por la equidad y por la gloria de su historia.
No obstante, muy vieja y ya trasnochada es la calumniosa acusación, movida contra la Iglesia: la de que es enemiga de los intereses del Estado, e incapaz de promover, en nada, aquellas condiciones de bienestar y de gloria, a las que tiene pleno derecho y aspira toda sociedad bien ordenada.
Sabemos que ya desde el principio de la Iglesia fueron perseguidos los cristianos con semejantes y peores calumnias; tanto que, blanco del odio y de la malevolencia, pasaban por enemigos del Imperio; y sabemos también que en aquella época el vulgo, mal aconsejado se complacía en atribuir al nombre cristiano la culpa de todas las calamidades que afligían a la nación, no echando de ver que quien las infligía era Dios, vengador de los crímenes, que castigaba justamente a los pecadores. La atrocidad de esta calumnia armó, no sin motivo, el ingenio y afiló la pluma de San Agustín, el cual, en varias de sus obras y singularmente en la Ciudad de Dios, demostró con toda claridad la virtud y potencia de la sabiduría cristiana por lo tocante a sus relaciones con la república, que no tanto parece haber hecho cabal apología de la cristiandad de su tiempo, como haber logrado un perpetuo triunfo sobre tan falsas acusaciones.
Sobrevivió, sin embargo, el tan funesto apetito de tales quejas y falsas acusaciones; y muchos se empeñaron en buscar la norma constitutiva de la sociedad civil fuera de las doctrinas que aprueba la Iglesia católica. Y aun últimamente, surgió eso que llaman el derecho nuevo, que dicen ser la adquisición madura de los tiempos modernos, debida a la libertad que progresa, y que ha comenzado a prevalecer y dominar por todas partes.
Pero, a pesar de tantos ensayos, consta no haber encontrado modo más excelente de constituir y gobernar la sociedad civil que el que espontáneamente brota de la doctrina misma del Evangelio.
Juzgamos, pues, de suma importancia y cumple a Nuestro cargo apostólico comparar con la doctrina cristiana las modernas opiniones acerca del Estado civil; y, con ello, confiamos que ante el resplandor de la verdad se desvanezca y no subsistan los motivos de error o duda; y que así todos aprenderán con facilidad cuántos y cuáles sean aquellos capitales preceptos, norma práctica de la vida, que deben seguir y obedecer.
LA SOCIEDAD CIVIL.
Poder público.
No es difícil averiguar qué fisonomía y estructura revestirá la sociedad civil o política cuando la filosofía cristiana gobierna el Estado. El hombre está naturalmente ordenado a vivir en comunidad política, porque no pudiendo en la soledad procurarse todo aquello que la necesidad y el decoro de la vida exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su ingenio y de su alma, la providencia de Dios dispuso que el hombre naciera inclinado a asociarse y unirse a otros, ya en la sociedad doméstica ya en la civil, única que le puede proporcionar todo lo que basta perfectamente para la vida. Mas, como quiera que ninguna sociedad puede subsistir ni permanecer si no hay quien presida a todos y mueva a cada uno con un mismo impulso eficaz y encaminado al bien común, síguese de ahí ser necesaria a toda sociedad de hombres una autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma sociedad, surge y emana de la naturaleza, y, por lo tanto, del mismo Dios, que es su autor.
De donde se sigue que el poder público por sí propio, o esencialmente considerado, no proviene sino de Dios, porque sólo Dios es el verdadero y Supremo Señor de las cosas, al cual necesariamente todas deben estar sujetas y servir, de modo que todos los que tienen derecho de mandar, de ningún otro lo reciben si no es de Dios, Príncipe Sumo y Soberano de todos. No hay potestad sino de Dios[1].
El derecho de soberanía, por otra parte, en razón de sí propio, no está necesariamente vinculado a tal o cual forma de gobierno; se puede escoger y tomar legítimamente una u otra forma política, con tal que no le falte capacidad de cooperar al bienestar y a la utilidad de todos.
Gobernantes.
Mas, cualquiera que sea esa forma, los jefes o príncipes del Estado deben poner la mira totalmente en Dios, Supremo Gobernador del universo y proponérselo como ejemplar y norma que seguir en el administrar la república. Porque, así como en el mundo visible Dios ha creado causas segundas, que dan a su manera claro conocimiento de la naturaleza y acción divinas, y concurren a realizar el fin último del mundo, así también ha querido Dios que en la sociedad civil hubiese una autoridad principal, cuyos depositarios reflejasen de algún modo la imagen de la potestad y providencia divina sobre el linaje humano. Así que justo ha de ser el mandato e imperio que ejercen los gobernantes, y no despótico, sino en cierta manera paternal, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está también unido con su bondad de Padre; y por ello, ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón del poder de quien gobierna es la tutela del bienestar público. Por lo tanto, de ningún modo puede admitirse que la autoridad civil sirva a los intereses de uno o de pocos, cuando ha sido establecida para el bienestar de todos.
Y si los jefes del Estado llegan a ejercer injustamente su autoridad; si oprimen a los súbditos; si pecan por orgullosos; si malvierten haberes y hacienda y no miran por los intereses del pueblo, tengan por muy cierto que han de dar estrecha cuenta a Dios; y esta cuenta será tanto más rigurosa cuanto más sagrado y augusto hubiese sido el cargo o más alta la dignidad que hayan poseído. Los poderosos serán poderosamente castigados[2].
Súbditos.
Con esto se logrará que la majestad del poder esté acompañada de la reverencia honrosa que de buen grado le prestarán los ciudadanos. Y en efecto, una vez convencidos de que los gobernantes tienen su autoridad de Dios, reconocerán estar obligados en deber de justicia a obedecer a los príncipes, a honrarlos y obsequiarlos, a guardarles fe y lealtad, a la manera que un hijo piadoso se goza en honrar y obedecer a sus padres. Toda alma se someta a las autoridades superiores[3].
No es menos ilícito el despreciar la potestad legítima, quienquiera que sea el poseedor de ella, que el resistir a la divina voluntad, pues quienes a aquella resisten caen voluntariamente y se despeñan en el abismo de la perdición. El que se insubordina contra la autoridad, se opone a la ordenación de Dios; y los que se oponen, recibirán su propia condenación[4]. Por tanto, quebrantar la obediencia y acudir a la sedición, valiéndose de la violencia de las muchedumbres, es crimen de lesa majestad, no sólo humana, sino divina.
Sociedad-Dios.
Así fundada y constituida la sociedad política, manifiesto es que ha de cumplir por medio del culto público las muchas y relevantes obligaciones que la unen con Dios.
La razón y la naturaleza, que mandan que cada uno de los hombres de culto a Dios piadosa y santamente, porque estamos bajo su poder, y de Él hemos salido y a Él hemos de volver, imponen la misma ley a la comunidad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios unidos en sociedad que cada uno de por sí; ni está la sociedad menos obligada que los particulares a dar gracias al Supremo Hacedor, a quien ella debe -y ha de reconocerlo- la existencia, la conservación, y todo aquel gran número de bienes que tiene en su seno. Por esta razón, así como no es lícito descuidar los propios deberes para con Dios, el primero de los cuales es profesar de palabra y de obra, no la religión que a cada uno acomode, sino la que Dios manda, y consta por argumentos ciertos e irrecusables ser la única verdadera, de la misma suerte no pueden las sociedades políticas obrar en conciencia, como si Dios no existiese; ni volver la espalda a la religión, como si les fuese extraña; ni mirarla con esquivez ni desdén, como inútil y embarazosa; ni, en fin, adoptar indiferentemente una religión cualquiera entre tantas otras; antes bien, y por lo contrario, tiene el Estado político la obligación de admitir enteramente, y profesar abiertamente aquella ley y prácticas de culto divino que el mismo Dios ha demostrado querer.
Es, por lo tanto, obligación grave de los príncipes honrar el santo nombre de Dios; así como favorecer con benevolencia y amparar con eficacia a la religión, poniéndola bajo el escudo y vigilante autoridad de la ley; y no instituir ni decretar nada que pueda ser nocivo a la incolumidad de aquélla.
Deber éste, al que también vienen obligados los Gobiernos a causa de los ciudadanos, sus súbditos; porque, a la verdad, y sin excepción, los hombres, todos cuantos hemos venido a la luz de este mundo, nos reconocemos naturalmente inclinados y razonablemente movidos a la consecución de un bien último y supremo que, por encima de la fragilidad y brevedad de esta vida, está colocado en los cielos, y al que todos nuestros pensamientos se han de dirigir.
Si, pues, de este sumo bien depende el colmo de la dicha o la perfecta felicidad de los hombres, no habrá quien no vea que su consecución importa tanto a cada uno de los ciudadanos, que mayor interés no hay ni es posible. Necesario es, por lo tanto, que la sociedad civil, al estar ordenada al bien común, promueva la prosperidad pública de tal suerte que los ciudadanos, en su caminar hacia la adquisición de aquel bien supremo e inconmutable, al que tienden por naturaleza, no sólo no encuentren dificultades por parte de ella, sino que reciban de ella todas las facilidades posibles. Y la primera y principal es precisamente esta, hacer todo lo posible para mantener respetada e inviolable la religión, cuyos deberes forman el nexo de unión entre el hombre y Dios.
LA SOCIEDAD RELIGIOSA.
Cuál sea la verdadera religión lo ve sin dificultad un juicio imparcial y prudente, toda vez que tantas y tan preclaras pruebas, como son la verdad y cumplimiento de las profecías, la frecuencia de los milagros, la rápida propagación de la fe aun entre los mayores obstáculos y frente a graves enemigos, el testimonio sublime de los mártires, y otras mil, hacen patente que la única religión verdadera es la que Jesucristo en persona instituyó, confiándola a su Iglesia, para que la mantuviese y dilatase por todo el universo.
Porque el unigénito Hijo de Dios constituyó sobre la tierra la sociedad que se llama la Iglesia, transmitiéndole aquella propia excelsa misión divina que Él en persona había recibido de su Padre, y encargándole que la continuase en todos tiempos. Como el Padre me envió, así también yo os envío[5]. Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta que se acabe el mundo[6]. Y así como Jesucristo vino a la tierra para que los hombres tengan vida y la tengan en más abundancia[7], no de otra suerte la Iglesia tiene como propio fin la eterna salvación de las almas: y así, por su propia naturaleza, abarca a todo el género humano, sin que la limiten ni los lugares ni los tiempos. Predicad el Evangelio a toda criatura[8].
A esta multitud tan grande de hombres Dios mismo asignó Prelados con potestad de gobernarla, y quiso que uno solo fuese el Jefe de todos, y que fuese para todos el máximo e infalible maestro de la verdad, a quien entregó las llaves del reino de los cielos. Te daré las llaves del reino de los cielos[9]. Apacienta mis corderos..., apacienta mis ovejas[10]. Yo he rogado por ti para que no falle tu fe[11].
Esta sociedad, pues, aunque consta de hombres no de otro modo que la comunidad civil, con todo, atendido el fin a que mira y los medios de que usa y de que se vale para lograrlo, es sobrenatural y espiritual y, por consiguiente, distinta y diversa de la política; y, lo que es más de atender, completa en su género y perfecta jurídicamente, como que posee en sí misma y por sí propia, merced a la voluntad y gracia de su Fundador, todos los elementos y facultades necesarios para su existencia y para su acción. Y como el fin a que atiende la Iglesia es noble como ningún otro, de igual modo su potestad se eleva muy por encima de cualquier otra, y no puede en manera alguna ser inferior a los poderes del Estado, ni estar sujeta a él en cualquier modo.
Y, en efecto, Jesucristo otorgó a sus Apóstoles plena autoridad y mando libérrimo sobre las cosas sagradas, con facultad verdadera de legislar y con el doble poder consiguiente a esta facultad, conviene a saber: el de juzgar y el de castigar: Me fue dada toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes..., enseñándolas a observar todas las cosas que os he mandado[12]. Y en otra parte: Si no te oyere, dilo a la Iglesia[13]. Y todavía: Estamos dispuestos a vengar toda desobediencia[14]. Aun más: Use yo con seguridad la autoridad que el Señor me dio para la edificación, y no para la destrucción[15]. No es, por tanto, la sociedad civil, sino la Iglesia, la que ha de guiar los hombres a la patria celestial; a la Iglesia ha dado Dios el oficio y deber de definir y juzgar en materias de religión; el enseñar a todas las gentes y ensanchar cuanto pudiere el imperio del nombre de Cristo; en una palabra, el de gobernar, libremente o sin trabas y según su propio criterio, la cristiandad entera.
Independencia de la Iglesia.
Pues esta absoluta y perfectísima autoridad, que filósofos lisonjeros del poder secular impugnan largo tiempo ha, la Iglesia no ha cesado nunca de reivindicarla para sí, ni de ejercerla públicamente. Por ella los Apóstoles batallaron en primer término, y por esta causa, a los príncipes de la Sinagoga, que les prohibían propagar la semilla de la doctrina evangélica, respondían constantes: Hay que obedecer a Dios más que a los hombres[16]. Esta misma autoridad cuidaron de afianzar acertadamente los Santos Padres con peso y claridad de razones por demás convincentes, y los Romanos Pontífices, con invicta constancia de ánimo, la vindicaron siempre contra sus enemigos.
Más aún: eso mismo ratificaron y de hecho aprobaron los príncipes y gobernantes de la sociedad civil, supuesto que han solido tratar con la Iglesia como con un supremo Poder legítimo, ora por medio de pactos y transacciones, ora enviándole embajadores y recibiéndolos, ora cambiando en mutua correspondencia otros buenos oficios.
Y ha de reconocerse una singular Providencia de Dios en el hecho de que dicha suprema Potestad llegara a encontrar en un principado civil la segura defensa de su independencia.
Por lo dicho se ve cómo Dios ha hecho copartícipes del gobierno de todo el linaje humano a dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta, que cuida directamente de los intereses humanos y terrenales; aquélla, de los celestiales y divinos. Ambas potestades son supremas, cada una en su género; ambas tienen sus propios límites dentro de los cuales actúan, definidos por la naturaleza y fin próximo de cada una: por lo tanto, en torno a ellas, se forma como una esfera, dentro de la cual cada una dispone iure proprio. Mas como el sujeto sobre que recaen ambas potestades soberanas es uno mismo, y como, por otra parte, suele acontecer que una misma cosa pertenezca, si bien bajo diferente aspecto, a una y otra jurisdicción, claro está que Dios, providentísimo, no estableció aquellas dos potestades soberanas, sino después de haberlas ordenado convenientemente entre sí. Y aquellas [las potestades], que son, están ordenadas por Dios[17]. Si así no fuese, con frecuencia nacerían motivos de litigios insolubles y de lamentables reyertas, y no una sola vez se pararía el ánimo indeciso sin saber qué partido tomar, a la manera del caminante ante una encrucijada, al verse solicitado por contrarios mandatos de las autoridades, a ninguna de las cuales puede sin pecado dejar de obedecer. Pero esto repugna en sumo grado pensarlo de la próvida sabiduría y bondad de Dios que, aun en el mundo físico que es tan inferior, dispuso, sin embargo, mutuamente las fuerzas y causas naturales con un plan tan ordenado y con tan maravillosa armonía, que ninguna sirva de impedimento a las demás, ya que todas juntas cooperan concordes y ordenadas a lograr el fin señalado al universo.
Necesario es, por lo tanto, que las dos potestades estén coordinadas entre sí; coordinación justamente comparada con la del alma y el cuerpo en el hombre. La cualidad y el alcance de dichas relaciones no se puede precisar, si no se atiende a la naturaleza de cada una de las dos soberanías, relacionadas así como es dicho, teniendo muy en cuenta la excelencia y nobleza de sus respectivos fines, pues la una atiende directa y principalmente al cuidado de las cosas temporales, y la otra a la adquisición de los bienes sobrenaturales y eternos.
Así que todo cuanto en las cosas y personas, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado; todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, bien sea tal por su propia naturaleza o bien lo sea en razón del fin a que se refiere, todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero las demás cosas que el régimen civil y político, como tal, abraza y comprende, justo es que estén sujetas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
No obstante, a veces acontece que por razón de las circunstancias pueda convenir una especial concordia que asegure la paz y libertad de entrambas; por ejemplo, cuando los gobiernos y el Pontífice Romano se ponen de acuerdo sobre algún asunto particular. En estos casos, la Iglesia tiene dadas pruebas espléndidas de su bondad maternal, llevada al máximo de la transacción e indulgencia.
Esta, que dejamos trazada sumariamente, es la forma cristiana de la sociedad civil; no inventada temerariamente y por capricho, sino sacada de grandes y muy verdaderos principios, que, a juicio de la misma razón natural, merecen asentimiento.
La constitución social que acabamos de plantear no menoscaba la verdadera grandeza de los príncipes, ni en cosa alguna atenta a la honra que de justicia compete a la autoridad civil; guarda incólumes los derechos debidos a la majestad, y los hace más augustos y venerados. Que si bien se mira y se va al fondo de las cosas, se la verá presentar un grado máximo de perfección, que no tienen los demás sistemas políticos; perfección, cuyos frutos serían óptimos en verdad, los más preciosos y variados, si cada uno de los dos poderes se contuviese en su esfera y se aplicase sincera y totalmente a desempeñar, en aquello que les corresponde, su cargo y oficio.
En efecto; en una sociedad constituida según dijimos, lo divino y lo humano se distinguen, clasifican y ordenan convenientemente; los derechos de los ciudadanos respétanse como inviolables, ni se vulneran fácilmente, estando como están a cubierto bajo la égida de las leyes divinas naturales y humanas: los deberes de cada cual son exactamente definidos, y queda sancionado con oportuna eficacia su cumplimiento. Cada individuo, durante el curso incierto y laborioso de la mortal peregrinación hacia la patria eterna, sabe que tiene quien le guíe con seguridad, y le ayude hasta llegar a la meta; y sabe igualmente que tiene quien vigile por procurarle y conservarle la seguridad, las riquezas y los demás bienes necesarios en la vida terrenal.
La sociedad doméstica logra toda la necesaria firmeza por la santidad del matrimonio, uno e indisoluble. Los derechos y los deberes entre los cónyuges están regulados con sabia justicia y equidad; el honor y el respeto debidos a la mujer se guardan decorosamente; la autoridad del marido está moldeada sobre la autoridad de Dios; la patria potestad se ajusta, convenientemente moderada, a la dignidad de la esposa y a la de los hijos; finalmente, se ha provisto en la mejor forma al mantenimiento, al bienestar y a la educación de los hijos.
En la esfera política y civil las leyes se enderezan al bien común, debiendo ser dictadas, no por el voto apasionado de las muchedumbres, fáciles de seducir y arrastrar, sino por la verdad y la justicia; la majestad de los príncipes reviste cierto carácter sagrado y casi divino y está refrenada para que ni decline de la justicia ni se exceda en su mandar; la obediencia de los ciudadanos tiene por compañeras la honra y la dignidad, porque no es esclavitud o servidumbre de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que reina por medio de los hombres. Una vez que esto ha entrado en la persuasión, la conciencia entiende, al momento, que es un deber de justicia el respetar la majestad de los príncipes, obedecer constante y lealmente a la pública autoridad, no promover sediciones, y observar religiosamente las leyes del Estado.
Se imponen también como obligatorias, la mutua caridad, la benignidad, la liberalidad; y como el ciudadano y el cristiano son uno mismo, no se divide el uno del otro con preceptos que pugnan entre sí; y, en suma, los grandes bienes que espontáneamente ofrece la religión cristiana a la misma vida mortal de los hombres, todos se aseguran para la comunidad y sociedad civil. De donde aparece toda la verdad de aquel dicho: El estado de la república depende de la religión con que se da culto a Dios, y entre una y otra hay por muchas razones un estrecho e íntimo parentesco[18].
En muchos pasos de sus obras, San Agustín, tratando de la eficacia de aquellos bienes, discurre a maravilla, como acostumbra, y señaladamente cuando, hablando con la Iglesia católica, le dice: Tú instruyes y enseñas dulcemente a los niños, generosamente a los jóvenes, con paz y calma a los ancianos, según lo sufre la edad, no tan solamente del cuerpo, sino también del espíritu. Tú sometes la mujer al marido con casta y fiel obediencia, no como cebo de la pasión, sino para propagar la prole y para la unión de la familia. Tú antepones a la mujer el marido, no para que afrente al sexo más débil, sino para que le rinda homenaje de amor leal. Tú los hijos a los padres haces servir, pero libremente, y los padres sobre los hijos dominar, pero amorosa y tiernamente. Los ciudadanos a los ciudadanos, las gentes a las gentes, todos los hombres unos a otros, sin distinción ni excepción, aproximas, recordándoles que, más que social, es fraterno el vínculo que los une; porque de un solo primer hombre y de una sola primera mujer se formó y desciende la universalidad del linaje humano. Tú enseñas a los reyes a mirar por el bien de los pueblos y a los pueblos a prestar acatamiento a los reyes. Tú muestras cuidadosamente a quién es debida la alabanza y la honra, a quién el afecto, a quién la reverencia, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién el aviso, a quién la exhortación, a quién la blanda palabra de la corrección, a quién la dura de la increpación, a quién el castigo, y manifiestas también en qué manera, como quiera sea verdad que no todo se debe a todos, hay que deber, no obstante, a todos caridad y a nadie agravio[19].
En otro lugar, el Santo reprendiendo el error de ciertos filósofos que presumían de sabios y entendidos en la política, añade: Los que dicen ser la doctrina de Cristo nociva a la república, que nos den un ejército de soldados tales como la doctrina de Cristo manda; que nos den asimismo regidores, gobernadores, cónyuges, padres, hijos, amos, siervos, reyes, jueces, tributarios, en fin, y cobradores del fisco, tales como la enseñanza de Cristo los quiere y forma; y una vez que los hayan dado, atrévanse entonces a decir que semejante doctrina se opone al interés común; antes bien, habrán de reconocer que es la gran prenda para la salvación del Estado, si todos la obedeciesen[20].
Europa cristiana.
Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud, había penetrado profundamente en las leyes, instituciones y costumbres de los pueblos, en todos los órdenes y problemas del Estado; cuando la religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le correspondía, florecía en todas partes secundada por el favor de los príncipes y por la legítima tutela de los magistrados; y el sacerdocio y el imperio, concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes muy superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de ellos, y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni oscurecer.
Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre, de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las irrupciones de los mahometanos; si conserva el cetro de la civilización; si se ha mostrado guía y maestra de todos los pueblos en toda clase de laudable progreso; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus diferentes formas; si con muy sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar a los hombres en sus desgracias, no hay que dudarlo, muy obligada viene a la religión, en la que encontró inspiración para acometer y ayudar para llevar a cabo cosas tan grandiosas.
Habrían permanecido ciertamente, aun ahora, estos mismos bienes si la concordia entre ambas potestades hubiese durado también; y mayores se podrían esperar si la autoridad, el magisterio y los consejos de la Iglesia los acogiese el poder civil con mayor fidelidad, generosa atención y obsequio constante. Las palabras siguientes que escribió Ivo de Chartres al Romano Pontífice Pascual II merecen escucharse como la fórmula de una ley perpetua: Cuando el imperio y el sacerdocio viven en buena armonía, el mundo está bien gobernado y la Iglesia florece y fructifica; cuando están en discordia, no sólo no crece lo pequeño, sino que las mismas cosas grandes decaen miserablemente y perecen[21].
ERRORES DEL NUEVO DERECHO.
Pero las dañosas y deplorables novedades promovidas en el siglo XVI, luego de trastornar, ante todo, las cosas de la religión cristiana, por natural consecuencia pasaron luego a la filosofía, y por ésta a todos los órdenes de la sociedad civil. De aquí, como de su fuente, se derivaron aquellos modernos principios de libertad desenfrenada, inventados en la gran evolución del pasado siglo y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, nunca jamás conocido, y que disiente en muchas de sus partes no solamente del derecho cristiano, sino también del natural.
Supremo entre tales principios es el que todos los hombres, así como son semejantes en especie y naturaleza, así son también en los actos de vida; que cada cual es de tal manera independiente, que por ningún concepto debe estar sometido a la autoridad de otro; que puede pensar libremente lo que quiera y obrar lo que se le antoje acerca de cualquiera cosa; en fin, que nadie tiene derecho de mandar sobre los demás. En una sociedad informada por tales principios no hay otro origen de autoridad sino la voluntad del pueblo, el cual, como único dueño que es de sí mismo, es también el único que puede mandarse a sí mismo. Y si elige personas a las cuales se someta, lo hace de suerte que traspasa a ellas, no ya el derecho, sino el encargo de mandar, y éste para ser ejercido en su nombre. Nada se habla de Dios, como si, o no existiese, o no se cuidase de la sociedad humana; o como si los hombres, ya por sí, ya en sociedad, no debiesen nada a Dios, o fuese posible imaginar una soberanía que no tuviese en Dios mismo su origen, su fuerza y su autoridad.
Según esto, como se ve claramente, el Estado no es sino la muchedumbre, señora y gobernadora de sí misma; y, como se dice que el pueblo mismo es la única fuente de todos los derechos y de toda autoridad, se sigue que el Estado no se creerá obligado hacia Dios por ninguna clase de deber; que no profesará públicamente ninguna religión, ni deberá buscar cuál es, entre tantas, la única verdadera, ni preferirá una cualquiera a las demás, ni favorecerá a una principalmente, sino que concederá a todas ellas igualdad de derechos, con tal que el régimen del Estado no reciba de ellas ninguna clase de perjuicios. De lo cual se sigue también dejar al arbitrio de los particulares todo cuanto se refiera a la religión, permitiendo que cada uno siga la que prefiera, o ninguna, si no aprueba ninguna. De ahí la libertad de conciencia, la libertad de cultos, la libertad de pensamiento y la libertad de imprenta.
Laicismo – ateísmo.
Fácilmente se ve a qué deplorable situación quedará reducida la Iglesia si se establecen para la sociedad civil estos fundamentos que hoy tanto se ensalzan.
Porque, dondequiera que a tales doctrinas se ajusta la marcha de las cosas, se da a la Iglesia, en el orden civil, el mismo lugar o quizá inferior que a otras sociedades no católicas; para nada se tiene en cuenta a las leyes eclesiásticas; y la Iglesia, que por orden y encargo de Jesucristo ha de enseñar a todas las gentes, se verá privada de tomar parte alguna en la educación pública de los ciudadanos.
Aun en las materias mixtas, las autoridades civiles mandan por sí y a su antojo, despreciando con soberbia las leyes santísimas de la Iglesia.
Por lo tanto, se arrogan la jurisdicción sobre los matrimonios cristianos, legislando aun acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad; privan de sus posesiones a los clérigos, diciendo que la Iglesia no tiene derecho a poseer. Obra, en fin, de tal modo respecto a ella, que, al negarle los derechos y la naturaleza de una sociedad perfecta, la ponen en el mismo nivel de las otras sociedades incluidas en el Estado; y, por consiguiente, dicen que, si tiene algún derecho, alguna facultad legítima para obrar, lo debe al favor y a las concesiones de los gobernantes.
Y en el caso de que la Iglesia, en conformidad con las leyes civiles, ejerza su derecho en un Estado y exista entre éste y aquélla un Concordato solemne, empiezan por decir que es necesario que los intereses de la Iglesia se separen de los del Estado, y esto con el intento de poder ellos obrar impunemente contra el pacto convenido y, quitados todos los obstáculos, ser árbitros absolutos de todo.
De donde resulta que, no pudiendo la Iglesia tolerar esto, como que no está en su mano dejar de cumplir sus deberes santísimos y supremos, y exigiendo, por otra parte, que el convenio se cumpla entera y religiosamente, nacen muchas veces conflictos entre la potestad sagrada y la civil, los cuales generalmente concluyen en que la más pobre en fuerzas humanas queda sojuzgada por la más fuerte.
Así, en este modo de ser de los gobiernos, a que tanta afición tienen hoy algunos, lo que de ordinario se quiere es quitar de en medio a la Iglesia o tenerla atada y sujeta al Estado. A este fin van enderezados en gran parte los actos de los gobiernos. Las leyes, la gobernación del Estado, la educación laica de la juventud, el despojo y la supresión de las Ordenes religiosas, la destrucción del principado civil de los Romanos Pontífices no tienen más fin que quebrantar las fuerzas de las instituciones cristianas, ahogar la libertad de la Iglesia Católica y violar todos sus derechos.
Cuánto se alejan de la verdad estas opiniones acerca del gobierno de los Estados, lo dice la misma razón natural.
En efecto; la naturaleza misma enseña que toda la potestad, cualquiera que sea y dondequiera que resida, proviene de su suprema y augustísima fuente que es Dios; que la soberanía popular que dicen residir esencialmente en la muchedumbre independientemente de Dios, aunque sirve a maravilla para halagar y encender las pasiones, no se apoya en razón alguna que merezca consideración, ni tiene en sí bastante fuerza para conservar la seguridad pública y el orden tranquilo de la sociedad. En verdad, con tales doctrinas han llegado las cosas, a tal punto que muchos tienen como legítimo el derecho a la rebelión, y ya prevalece la opinión de que, no siendo los gobernantes sino delegados que ejecutan la voluntad del pueblo, es necesario que todo sea inestable como la voluntad de éste, y que se ha de vivir siempre con el temor de disturbios y sublevaciones.
En lo que toca a la religión, el decir que entre distintas y aun contrarias formas de culto lo mismo da una que otra, es venir a confesar que no se quiere aprobar ni practicar ninguna; lo cual, si difiere en el nombre del ateísmo, en realidad es la misma cosa, supuesto que quien cree en la existencia de Dios, si es consecuente y no quiere caer en un absurdo, ha de confesar necesariamente que las formas acostumbradas del culto divino tan diferentes, discordantes y opuestos entre sí, aun en cosas de suma importancia, no pueden ser todas igualmente aceptables ni igualmente buenas o agradables a Dios.
Verdadera libertad.
Por lo mismo, la absoluta libertad de pensamiento y de imprenta, en forma tan amplia como ilimitada, no es por sí misma un bien de que justamente pueda alegrarse la sociedad humana, sino la fuente y el origen de muchos males.
La libertad, como perfección del hombre, debe tener como objeto lo verdadero y bueno; pero la razón de verdadero y de bueno no puede cambiarse al capricho del hombre, sino que persevera siempre la misma, con aquella inmutabilidad que es propia de la naturaleza de las cosas. Si la inteligencia asiente a opiniones falsas y si la voluntad atiende y se abraza al mal, ni una ni otra alcanzan su perfección, antes decaen de su dignidad natural y ambas se corromperán; de lo cual se sigue que no debe ponerse a la luz y a la contemplación de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y mucho menos favorecerlo y ampararlo con las leyes. Sólo la vida buena es el camino que conduce al cielo, nuestra patria común; por ello falta a las leyes mandadas por la naturaleza el Estado que, suprimido todo freno al error y al mal, deja una plena libertad para que se extravíen las inteligencias y se corrompan los corazones.
Sumisión de la Iglesia al Estado.
Error es grande y de gravísimas consecuencias excluir a la Iglesia, obra de Dios, de la vida social, de las leyes, de la educación de la juventud, de la familia. Sin religión es imposible que sean buenas las costumbres en un Estado; y todos saben, tal vez más de lo que convendría, a qué se reduce y dónde va a parar la llamada moral civil.
La verdadera maestra de la virtud y la defensora de las costumbres es la Iglesia de Cristo; ella es la que defiende incólumes los principios de donde se derivan los deberes; la que, al proponer los más eficaces motivos para moverse a vivir honestamente, no sólo prohíbe las pecaminosas acciones externas, sino que manda refrenar los movimientos de ánimo contrarios a la razón, aunque sean meramente interiores.
Querer someter la Iglesia, aun en lo que toca al cumplimiento de sus deberes, a la potestad civil, es no solamente una gran injuria, sino temeridad grande, pues con esto se perturbaría el orden de las cosas, anteponiendo las naturales a las sobrenaturales; se destruiría o al menos se disminuiría la abundancia de bienes con que la Iglesia, libre de trabas, enriquecería la vida humana; y no hace falta decir que se abriría la puerta a enemistades y conflictos, los cuales, cuánto daño hayan traído a una y a otra sociedad lo han demostrado los acontecimientos, con demasiada frecuencia por desgracia.
Estas doctrinas, que hasta aquí van expuestas, contrarias a la razón y de suma trascendencia para el bienestar de la sociedad no dejaron de condenarlas Nuestros Predecesores los Romanos Pontífices, penetrados como estaban de las obligaciones impuestas por su ministerio apostólico. Así Gregorio XVI, en la encíclica Mirari vos, del 15 de agosto de 1832, condenó con gravísimas palabras lo que entonces se iba divulgando: esto es, el indiferentismo religioso, la libertad de cultos, de conciencia, de imprenta y el derecho de rebelión.
Acerca de la separación entre la Iglesia y el Estado, decía así el Soberano Pontífice: Las mayores felicidades vendrían sobre la religión y sobre las naciones, si se cumplieran los votos de quienes pretenden la separación de la Iglesia y el Estado, y que se rompiera la concordia entre el sacerdocio y el poder civil. Consta, en efecto, que los partidarios de una libertad desenfrenada se estremecen ante la concordia, que fue siempre tan favorable y tan saludable así para la religión como para los pueblos.
De manera semejante, Pío IX, cuando se le ofreció la ocasión, condenó muchas de las falsas opiniones que habían empezado a prevalecer, reuniéndolas después todas juntas, a fin de que en tan gran diluvio de errores supiesen los católicos a qué atenerse sin peligro de equivocarse[22].
DOCTRINA CATÓLICA.
De estas enseñanzas pontificias se deduce haber de retener, sobre todo, que el origen de la autoridad pública hay que ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de rebelión es contrario a la razón misma; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos o mirar con igualdad unos y otros cultos, aunque contrarios; que no debe reputarse como uno de los derechos de los ciudadanos, ni como cosa merecedora de favor y amparo, la libertad desenfrenada de pensamiento y de prensa.
De igual manera debe saberse que la Iglesia es una sociedad perfecta en su clase y en todo lo que la corresponde, como lo es también la sociedad civil; y que, por consiguiente, los que tienen la autoridad suprema en los Estados no deben excederse hasta hacerla esclava, o querer tenerla a sí, o impedir su acción o disminuir en algo los derechos que Jesucristo le ha conferido. Pero en las materias mixtas es muy conforme a la naturaleza de las cosas y a la voluntad misma de Dios, no la separación, ni mucho menos la lucha, sino la concordia entre las dos potestades, concertada según exige el orden de sus fines próximos.
Formas de gobierno.
Estas son, pues, las enseñanzas de la Iglesia acerca de la constitución y gobierno de los Estados.
Pero con tales declaraciones y determinaciones, si se juzga rectamente, no se condena ninguna de las formas de gobierno, pues nada contienen que repugne a la doctrina católica, antes bien, puestas en práctica con prudencia y justicia, pueden todas ellas mantener al Estado en orden perfecto.
Tampoco, de por sí, se condena la mayor o menor participación del pueblo en la gestión de las cosas públicas, tanto más cuanto que, en condiciones determinadas, puede esta intervención no sólo ser provechosa, sino aun obligatoria a los ciudadanos. Además, no hay tampoco razón alguna para, con justicia, acusar a la Iglesia de ser demasiado severa en la tolerancia, o de ser enemiga de la verdadera y auténtica libertad.
En verdad, aunque la Iglesia juzga no ser lícito que las diversas clases y formas de culto divino gocen del mismo derecho que compete a la religión verdadera, no por eso condena a los gobernantes de aquellos Estados, que, ya para conseguir algún bien importante, ya para evitar algún grave mal, en la práctica toleran la existencia de dichos cultos en su Estado.
También quiere absolutamente la Iglesia que nadie sea obligado contra su voluntad a abrazar la fe católica, pues como sabiamente enseña San Agustín, el hombre no puede creer sino por voluntad suya espontánea[23].
Libertad y obediencia.
Del mismo modo, la Iglesia no puede aprobar la libertad que va encaminada al desprecio de las leyes santísimas de Dios, y a negar la obediencia debida a la autoridad legítima. Esta sería licencia más bien que libertad, y muy justamente es llamada por San Agustín libertad de perdición[24]; y por San Pedro velo de malicia[25], y más aún, siendo como es contraria a la razón, es verdaderamente servidumbre, pues el que obra el pecado, esclavo es del pecado[26].
Por lo contrario, aquella libertad es buena y digna de ser apetecida que, considerada en el individuo, no permite que el hombre se someta a la tiranía abominable de los errores y de las malas pasiones, y que, mirada en lo que se refiere a su acción pública, gobierna a los pueblos con sabiduría, fomenta el progreso y las comodidades de la vida, defiende al Estado de la prepotencia ajena. Esta libertad buena y digna del hombre, la Iglesia la aprueba más que nadie, y siempre hizo cuanto pudo para conservarla incólume y entera en los pueblos.
Ciertamente consta, por los monumentos de la historia, que a la Iglesia católica se ha debido en todos los tiempos, ya sea la invención, ya el comienzo, ya, en fin, la conservación de todas las cosas o instituciones que puedan contribuir al bienestar común; las ordenadas a coartar la tiranía de los príncipes que gobiernan mal a los pueblos; las que impiden que el supremo poder del Estado invada, indebidamente, el municipio o la familia, y, en fin, las dirigidas a conservar la honra, la vida y la igualdad de derechos en los ciudadanos. Por lo tanto, consecuente siempre consigo misma, si por una parte rechaza la demasiada libertad, que lleva a los particulares y a los pueblos al desenfreno y a la servidumbre, por otra abraza de todo corazón y con alegría los progresos que trae cada tiempo, cuando de veras promueven el bienestar de esta vida, que es como una carrera que conduce a la otra perdurable.
Es, por consiguiente, calumnia vana y sin sentido la que se va propagando de que la Iglesia mira con malos ojos el régimen moderno de los Estados, y que rechaza indistintamente todo cuanto la inteligencia ha producido en estos tiempos. Rechaza, sin duda alguna, la locura de ciertas opiniones; condena la criminal ansia de revoluciones y especialmente aquel estado de indiferencia, que es ya el principio de una verdadera apostasía; pero como todo lo que es verdad necesariamente proviene de Dios, toda verdad que se alcanza por indagación del entendimiento la Iglesia la reconoce como destello de la mente divina; y, no habiendo ninguna verdad del orden natural que se oponga a la fe de las enseñanzas reveladas, antes siendo muchas las que comprueban esta misma fe, y pudiendo, además, cualquier descubrimiento de la verdad llevar, ya a conocer, ya a glorificar a Dios, resulta que todo cuanto pueda contribuir a ensanchar el dominio de las ciencias lo verá la Iglesia con agrado y alegría, favoreciendo y promoviendo, según su costumbre, todos los estudios que traten del conocimiento de la naturaleza; en los cuales, si el entendimiento alcanza algo nuevo, la Iglesia no lo rechaza, como tampoco lo que se inventa para decoro y comodidad de la vida; antes bien, enemiga del ocio y de la pereza, desea en gran manera que los ingenios de los hombres, con el ejercicio y el cultivo, den frutos abundantes; estimula toda clase de artes y trabajos, y, dirigiendo con la eficacia de su virtud todas estas cosas a la honestidad y salvación del hombre, se esfuerza en impedir que su inteligencia y su actividad le aparten de Dios y de los bienes eternos.
Mas estas doctrinas, aunque tan sabias, no son del gusto de muchos en este tiempo, en que vemos que los Estados, no solamente no quieren conformarse a la norma de sabiduría cristiana, sino que parece que pretenden alejarse cada día más de ella. Mas la verdad manifestada y difundida suele, por sí misma, propagarse fácilmente y penetrar poco a poco en los entendimientos de los hombres: por ello Nos, obligados en conciencia por Nuestro excelso y augusto ministerio, esto es, por el apostolado que ejercemos en todo el mundo, declaramos con toda libertad, según Nuestro deber, lo que es verdadero, no porque no tengamos en cuenta el carácter de los tiempos o porque creamos que se hayan de rechazar los adelantos útiles y honestos de estos tiempos, sino porque quisiéramos que los Estados se encaminaran en su marcha libres de todo peligro y se afirmaran sobre bases más sólidas, y ello sin dañar en nada a la verdadera libertad de los pueblos, puesto que la verdad es la madre y la más fiel defensora de la libertad humana: La verdad os hará libres[27].
Libertades modernas.
Y así, en circunstancias tan difíciles, si los católicos Nos escuchan como deben, fácilmente entenderán los deberes de cada uno, ya en lo que toca a las ideas, ya en lo que se refiere a los hechos. Y por lo que toca a las ideas, es de toda necesidad estar firmemente penetrados, y declararlo en público siempre que la ocasión lo pidiese, de todo cuanto los Romanos Pontífices han enseñado o enseñaren en adelante. Y particularmente, acerca de esas que se llaman libertades modernas, inventadas en estos últimos tiempos, conviene que cada cual se atenga al juicio de la Sede Apostólica, sintiendo lo que ella siente. Téngase cuidado de que a nadie engañe su honesta apariencia; piénsese cuáles fueron sus principios y cuál el espíritu que las informa. Bien se conocen por la experiencia los resultados que han producido en los pueblos: son tales sus efectos que justamente han traído al desengaño y arrepentimiento a los hombres verdaderamente honrados y prudentes.
Sin duda ninguna si se compara esta clase de Estado moderno de que hablamos con otro Estado, ya real, ya imaginario, donde se persiga tiránica y desvergonzadamente el nombre cristiano, aquel podrá parecer más tolerable. Pero los principios en que se fundan son, como antes dijimos, tales, que nadie los puede aprobar.
CONSECUENCIAS PRÁCTICAS.
Cuanto a la acción, puede ella considerarse ya dentro de la esfera individual o doméstica, ya en la pública y social.
Primer deber de cada uno en particular es ajustar perfectamente su vida y sus costumbres a los preceptos evangélicos, no echándose atrás ante dificultades y sacrificios que a veces lleva consigo la virtud cristiana. Deben, además, todos, amar a la Iglesia cual Madre común; guardar y obedecer sus leyes, atender a su honor y a la defensa de sus derechos; y trabajar para que sea respetada y amada con igual afecto por sus propios subordinados.
Católicos en el Estado.
De interés público es también el colaborar, con prudencia, en el terreno de la administración pública, procurando que se provea a la educación religiosa y moral de los jóvenes, cual conviene a los buenos cristianos, pues de ello depende en gran parte el bienestar de la sociedad.
Asimismo, hablando en general, es bueno y conveniente que la acción de los católicos salga de este estrecho círculo a campo más vasto y extendido, y aun llegue a los altos poderes del Estado. Decimos en general, porque estas nuestras enseñanzas tocan a toda clase de pueblos; pero por lo demás, puede muy bien suceder que, por causas gravísimas y justísimas, no convenga intervenir en el gobierno de un Estado ni ocupar en él cargos políticos; mas, en general, como hemos dicho, el no querer tomar parte ninguna en la pública gobernación sería tan malo como no querer prestarse a nada que sea de utilidad común, tanto más cuanto que los católicos, enseñados por la misma doctrina que profesan, están obligados a administrar las cosas con entereza y fidelidad; de lo contrario, si están quietos y ociosos, fácilmente se apoderarán de los asuntos públicos personas cuya manera de pensar puede no ofrecer grandes esperanzas de saludable gobierno.
Y ello serviría de no pequeño daño para la religión cristiana, porque precisamente podrían mucho los enemigos de la Iglesia y muy poco sus amigos. Luego, cuando los católicos tienen causas justas para tomar parte en la vida política, no lo hacen ni lo deben hacer para aprobar lo que hay de malo en las actuales constituciones de los Estados, sino para servirse de dichos sistemas, en cuanto sea posible, para el genuino y verdadero bienestar público, y con la intención de infundir en todas las venas del Estado, a manera de jugo y sangre vivificantes, el espíritu y la bienhechora influencia de la religión católica.
No de otra manera se procedió en los primeros siglos de la Iglesia; pues, aun cuando las doctrinas y las costumbres de los paganos distaban inmensamente de las evangélicas, con todo, los cristianos se introducían animosos dondequiera que podían, perseverando, en medio de la superstición, siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos. Ejemplares en la lealtad a sus príncipes y obedientes a las leyes en cuanto era lícito, esparcían por todas partes maravilloso resplandor de santidad, procuraban ser útiles a sus hermanos, atraer a todos los otros a la sabiduría de Cristo; pero prontos siempre a retirarse y a morir con heroísmo si no podían conservar los honores, las dignidades y los cargos públicos sin comprometer su conciencia. Así es como en poco tiempo lograron que el cristianismo penetrara, no sólo en las familias y en la milicia, sino también en el Senado, y hasta en el Palacio imperial. Somos de ayer, y ocupamos ya todas vuestras casas, ciudades, islas, castros, municipios, asambleas y hasta los mismos campamentos, las tribus y las decurias, los palacios, el senado, el foro...[28]; y ello de tal suerte, que, cuando las leyes consintieron profesar públicamente el Evangelio, la fe cristiana no apareció como en una primera infancia, sino como adulta y muy robusta, en un gran número de naciones.
Naturalismo y racionalismo.
Conveniente es que en estos tiempos se renueven tales ejemplos de nuestros mayores. Es necesario que los católicos dignos de este nombre quieran, ante todo, ser y parecer hijos muy amantes de la Iglesia: rechazarán sin vacilar todo lo que sea inconciliable con tal profesión; han de aprovecharse, siempre que decorosamente sea posible, de las instituciones políticas para defender la verdad y la justicia; trabajarán por obtener que la libertad no traspase jamás los límites que la naturaleza y la ley de Dios señalan; y trabajarán para que cada pueblo se acerque cuanto pueda al ideal de la sociedad cristiana que hemos descrito.
No es posible fácilmente indicar una manera cierta y uniforme de lograr este fin, pues tiene que ajustarse a lugares y tiempos, tan distintos unos de otros. Sin embargo, se ha de conservar, ante todo, la concordia de voluntades y la unidad de acción: ello se obtendrá sin dificultad, si cada uno considera como leyes, para sí, las normas de la Sede Apostólica y si obedece con docilidad a los Obispos, a quienes el Espíritu Santo puso para gobernar su Iglesia[29]. En verdad, la defensa de la religión católica exige necesariamente la unidad de todos y una suma perseverancia en la profesión de las doctrinas que la Iglesia enseña; por ello ha de procurarse, en esta materia, el no dejarse fácilmente arrastrar hacia el error, o transigiendo en parte con él, o no oponiéndole sino una leve resistencia, con daño para la verdad. En las materias opinables, será lícito discutir con moderación y con un deseo de alcanzar la verdad; pero cuidando siempre de no dar ocasión a mutuas sospechas y a injuriosas acusaciones.
Por todo lo cual, a fin de que la unión de los ánimos no se quebrante con la temeridad en el juzgar, entiendan todos que la integridad de la verdad católica no puede en ninguna manera ser compatible con las opiniones que inclinan al naturalismo o al racionalismo, cuyo fin último es destruir todo el edificio de la religión cristiana y establecer en la sociedad la autoridad del hombre independiente de Dios. Tampoco es lícito cumplir sus deberes de una manera en privado y de otra en público, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular, pero rechazándola en la pública; pues esto sería mezclar lo bueno y lo malo y obligar al hombre a ponerse en plena contradicción consigo mismo, cuando, por lo contrario, es cierto que siempre ha de ser consecuente y nunca apartarse de la norma de la virtud cristiana en ninguna cosa ni en ningún género de vida.
Diversidad de opiniones
Pero cuando se discutiere sobre cosas meramente políticas, sobre la mejor clase de gobierno, sobre tal o cual forma de constituir los Estados, entonces podrá haber una honesta diversidad de opiniones. Por lo cual no sufre la justicia que a personas cuya piedad es, por otra parte, conocida, y que están dispuestas a acatar las enseñanzas de la Sede Apostólica, se les culpe como falta grave el que piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos dicho, y sería mucho mayor la injuria si se las acusase de haber violado la fe católica o de haberse hecho sospechosas en ella, según lamentamos haber sucedido más de una vez. Tengan muy presente esta norma todos cuantos se dedican a escribir, y singularmente los periodistas.
En la lucha tan grande que hoy está empeñada por cosas de tanta trascendencia, no se ha de dar lugar a discordias intestinas ni a cuestiones de partido; sino que, unidos los ánimos y las aspiraciones, todos han de esforzarse por conseguir el propósito común, es a saber: la defensa y conservación de la religión y de la sociedad. Por lo tanto, si hubo antes alguna división y contienda, conviene que se eche enteramente al olvido; si algo se hizo temeraria o injustamente, quien quiera que sea el culpable, ha de arreglarse con la mutua caridad y terminarse con el sumo acatamiento de todos a la Sede Apostólica. De esta manera, los católicos conseguirán grandes ventajas: una, hacerse cooperadores de la Iglesia en la conservación y propaganda de los principios cristianos; otra, procurar el mayor beneficio posible a la sociedad civil, puesta en grave peligro por la invasión de las doctrinas subversivas y por la abundancia de las malas pasiones.
Venerables Hermanos: Estas son las enseñanzas que creímos deber comunicar a todas las naciones del orbe católico sobre la constitución cristiana de los Estados, y sobre los deberes de cada uno de los ciudadanos. Por lo demás, preciso es implorar con ahínco el auxilio del cielo y rogar a Dios para que sea El mismo quien, ilustrando las inteligencias y conmoviendo los corazones de todos los hombres, lleve al fin deseado Nuestros deseos y preocupaciones para gloria suya y para salvación común de todo el género humano. Y como prenda de los beneficios divinos y testimonio de Nuestra paternal benevolencia, a vosotros, Venerables Hermanos, y al Clero y pueblo todo confiados a vuestra vigilante fidelidad, os damos de todo corazón en el Señor la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 1 de noviembre de 1885, año octavo de Nuestro Pontificado.
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1. Rom. 13, 1.
2. Sap. 6, 7.
3. Rom. 13, 1.
4. Ibid. 5, 2.
5. Io. 20, 21.
6. Mat. 28, 20.
7. Io. 10, 10.
8. Marc. 16, 15.
9. Mat. 16, 19.
10. Io. 21, 16. 17.
11. Luc. 22, 32.
12. Mat. 28, 18-20.
13. Ibid. 18, 17.
14. 2 Cor. 10, 6.
15. Ibid. 13, 10.
16. Ibid. 5, 29.
17. Rom. 13, 1.
18. Sacr. Imp. ad Cyrillum Alexand. et epp. metrop. -Cf. Labbeum Collect. Conc. t. 3.
19. De moribus Ecc. cath. 30, 63.
20. Ep. 138 (al. 5), ad Marcellinum c. 2 n. 15.
21. Ep. 238.
22. Baste indicar algunas: Prop. 19, 39, 55 y 79.
23. Tr. 26 in Io. n. 2.
24. Ep. 105, ad donatistas c. 2 n. 9.
25. 1 Petr. 2, 16.
26. Io. 8, 34.
27. Ibid. 8, 32.
28. Tertull. Apol. n. 37.
29. Act. 20, 28.
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