CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA
Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA
EL SERVICIO DE LA AUTORIDAD
Y LA OBEDIENCIA
Faciem tuam, Domine, requiram
Instrucción
INTRODUCCIÓN
«Señor, que brille tu rostro y nos salve» (Sal 79,4)
La vida consagrada testimonio de la búsqueda de Dios
1. «Faciem tuam, Domine, requiram»: Tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8). Peregrino en busca del sentido de la vida y envuelto en el gran misterio que lo circunda, el hombre busca, a veces de manera inconsciente, el rostro del Señor. «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas» (Sal 24, 4). Nadie podrá quitar nunca del corazón de la persona humana la búsqueda de Aquél de quien la Biblia dice «Él lo es todo» (Si 43, 27), como tampoco la de los caminos para alcanzarlo.
La vida consagrada, llamada a hacer visibles en la Iglesia y en el mundo los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente,1 florece en esta búsqueda del rostro del Señor y del camino que a Él conduce (cf. Jn 14,4-6). Una búsqueda que lleva a experimentar la paz — «en su voluntad está nuestra paz» 2 — y que constituye la fatiga de cada día, porque Dios es Dios y no siempre sus caminos y pensamientos son nuestros caminos y nuestros pensamientos (cf. Is 55, 8). De manera que la persona consagrada es testimonio del compromiso, gozoso al tiempo que laborioso, de la búsqueda asidua de la voluntad divina, y por ello elige utilizar todos los medios disponibles que le ayuden a conocerla y la sostengan en llevarla a cabo.
Aquí encuentra también su significado la comunidad religiosa, comunión de personas consagradas que hacen profesión de buscar y poner en práctica juntas la voluntad de Dios. Una comunidad de hermanos o hermanas con papeles diversos, pero con un mismo objetivo y una misma pasión.
Por esto, mientras en la comunidad todos están llamados a buscar lo que agrada a Dios así como a obedecerle a Él, algunos en concreto son llamados a ejercer, generalmente de forma temporal, el oficio particular de ser signo de unidad y guía en la búsqueda coral y en la realización personal y comunitaria de la voluntad de Dios. Éste es el servicio de la autoridad.
Un camino de liberación
2. La cultura de las sociedades occidentales, centrada fuertemente sobre el sujeto, ha contribuido a difundir el valor del respeto hacia la dignidad de la persona humana, favoreciendo así positivamente el libre desarrollo y la autonomía de ésta.
Este reconocimiento constituye uno de los rasgos más significativos de la modernidad y ciertamente es un dato providencial que requiere formas nuevas de concebir la autoridad y de relacionarse con ella. Pero no podemos olvidar que cuando la libertad se hace arbitraria y la autonomía de la persona se entiende como independencia respecto al Creador y respecto a los demás, entonces nos encontramos ante formas de idolatría que no sólo no aumentan la libertad sino que esclavizan.
En estos casos, las personas creyentes en el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, en el Dios de Jesucristo, no pueden dejar de emprender un camino de liberación personal respecto a toda sombra de culto idolátrico. Es un camino que halla un modelo estimulante en la experiencia del Éxodo: un camino que libera del sometimiento al modo de pensar corriente y conduce a la libre adhesión al Señor; un camino que deja de lado todo criterio valorativo plano y unilateral para llevar a la busca de itinerarios que desembocan en la comunión con el Dios vivo y verdadero.
El recorrido del Éxodo lo guía la nube, luminosa y oscura, del Espíritu de Dios; y, aunque a veces parece perderse por caminos sin sentido, tiene por meta la intimidad beatífica del corazón de Dios: «Os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí» (Ex 19, 4). Un grupo de esclavos queda liberado y se convierte en pueblo santo, que conoce el gozo del servicio libre a Dios. Los acontecimientos del Éxodo son un paradigma que acompaña la entera historia bíblica y se presenta como anticipación profética de la misma vida terrena de Jesús, que a su vez también libera de la esclavitud por la obediencia a la voluntad providente del Padre.
Destinatarios, objeto y límites de este documento
3. En su última Plenaria, celebrada los días 28-30 de septiembre de 2005, la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica estudió el tema del ejercicio de la autoridad y de la obediencia en la vida consagrada. Se constató entonces que, hoy día, este tema exige un esfuerzo especial de reflexión, debido sobre todo a los cambios que estos últimos años han tenido lugar en el seno de los Institutos y comunidades; y también a la luz de cuanto han propuesto los más recientes documentos magisteriales sobre el tema de la renovación de la vida consagrada.
La presente Instrucción es fruto de todo lo que en aquella Plenaria fue surgiendo, sobre lo cual ha seguido reflexionando luego nuestro Dicasterio. Está destinada a los miembros de los Institutos de vida consagrada que viven en comunidad, o sea, a cuantos pertenecen, hombres y mujeres, a Institutos religiosos. A ellos se asimilan los miembros de Sociedades de Vida Apostólica. Y aun el resto de los consagrados también puede sacar indicaciones útiles en relación con su género de vida. A todos los arriba mencionados llamados a testimoniar la primacía de Dios a través de la libre obediencia a su santa voluntad, este documento intenta ofrecerles una ayuda y un estímulo para vivir con gozo el «sí» que han dado al Señor.
Al afrontar el tema de esta Instrucción, somos conscientes de que tiene muchas implicaciones, y de que en el vasto mundo de la vida consagrada existe hoy una gran diversidad de proyectos carismáticos y compromisos misioneros, así como una cierta diversidad de modelos de gobierno y de formas de practicar la obediencia; diversidad influenciada, muchas veces, por los respectivos contextos culturales.3 Además, habría que tener presente las diferencias, también de carácter psicológico, de las comunidades femeninas y masculinas. Y no sólo eso: habría que tener en cuenta las nuevas problemáticas que al ejercicio de la autoridad le plantean las numerosas formas de colaboración apostólica, particularmente con los laicos. También el peso distinto que los diversos Institutos religiosos atribuyen a la autoridad local o a la autoridad central, configura modalidades no uniformes de practicar la autoridad y la obediencia. Finalmente, no hay que olvidar que, por lo general, la tradición de la vida consagrada ve en la figura «sinodal» del Capítulo general (o reuniones análogas) la autoridad suprema del Instituto,4 a la que todos los miembros, empezando por los superiores, tienen que remitirse.
A todo ello hay que añadir la constatación de que, en estos años, ha cambiado el modo de percibir y vivir la autoridad y la obediencia tanto en la Iglesia como en la sociedad. Ello es debido, entre otras cosas: a la toma de conciencia del valor de la persona individual, con su vocación propia y sus dones intelectuales, afectivos y espirituales, así como su libertad y su capacidad relacional; a la centralidad de la espiritualidad de comunión,5 con el aprecio de los instrumentos que ayudan a vivirla; a un modo distinto y menos individualista de concebir la misión, compartida con todos los miembros del pueblo de Dios, de lo cual se derivan formas de colaboración concreta.
Sin embargo, considerando algunos elementos del presente influjo cultural, hemos de recordar que el deseo de autorrealizarse puede entrar a veces en colisión con los proyectos comunitarios; y que la búsqueda del bienestar personal, sea éste espiritual o material, puede hacer dificultosa la entrega personal al servicio de la misión común; y, en fin, que las visiones excesivamente subjetivas del carisma y el servicio apostólico pueden debilitar la colaboración y la condivisión fraternas.
Pero tampoco hay que excluir que en ciertos ambientes aparezcan problemas opuestos, determinados por una visión de las relaciones más escorada hacia el lado de la colectividad o la excesiva uniformidad, con el peligro de amenazar el crecimiento y la responsabilidad de los individuos. No es fácil el equilibrio entre sujeto y comunidad, y por tanto no lo es entre autoridad y obediencia.
Esta Instrucción no pretende entrar a estudiar todas las problemáticas suscitadas por los elementos y sensibilidades que acabamos de mencionar. Éstas quedan, por así decir, en el fondo de las reflexiones e indicaciones que aquí propondremos. El objeto principal de esta
Instrucción es reafirmar que tanto la obediencia como la autoridad, por más que se practiquen de formas distintas, tienen siempre una relación peculiar con el Señor Jesús, Siervo obediente. Y se propone, además, ayudar a la autoridad en su triple servicio: a cada una de las personas llamadas a vivir su consagración (parte primera); en la construcción de comunidades fraternas (parte segunda); en la misión común (parte tercera).
Las consideraciones e indicaciones siguientes están en continuidad con las de los documentos que han acompañado el camino de la vida consagrada a lo largo de estos años nada fáciles. Sobre todo, las Instrucciones Potissimum institutioni,6 de 1990, La vida fraterna en comunidad,7 de 1994, la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata,8 de 1996, y la Instrucción Caminar desde Cristo,9 de 2002.
PRIMERA PARTE
CONSAGRACIÓN Y BÚSQUEDA
DE LA VOLUNTAD DE DIOS
«Para que, libres, podamos servirlo en santidad y justicia»
(cf. Lc 1, 74-75)
¿A quién estamos buscando?
4. A los primeros discípulos que, inseguros aún y dudosos, se ponen a seguir un nuevo Rabbí, el Señor les pregunta: «¿Qué buscáis?» (Jn 1, 38). En esta pregunta podemos leer otras preguntas radicales: ¿Qué busca tu corazón? ¿Por qué cosas te afanas? ¿Te estás buscando a ti mismo o buscas al Señor tu Dios? ¿Sigues tus deseos o el deseo del que ha hecho tu corazón y lo quiere realizar como Él quiere y conoce? ¿Persigues sólo cosas que pasan o buscas a Aquél que no pasa? Ya lo observaba san Bernardo: «¿Qué podemos negociar, Señor Dios nuestro, en este país de la desemejanza? Mira qué hacen los humanos desde el alba hasta el ocaso: recorrer todos los mercados del mundo en busca de riquezas y honores o arrastrados por los suaves encantos de la fama».10
«Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 26, 8): ésta es la respuesta de la persona que ha comprendido la unicidad e infinita grandeza del misterio de Dios, así como la soberanía de su santa voluntad; pero también es la respuesta, aunque sea implícita y confusa, de toda criatura humana en busca de verdad y felicidad. Quaerere Deum ha sido siempre el programa de toda existencia sedienta de absoluto y eternidad. Hoy muchos ven como algo mortificante toda forma de dependencia; pero es propio de la criatura el ser dependiente de Otro y, en la medida en que es un ser en relación, también de los otros.
El creyente busca a Dios vivo y verdadero, Principio y Fin de todas las cosas; el Dios que no hemos forjado nosotros a nuestra imagen y semejanza, sino el que nos ha hecho a imagen y semejanza suya; el Dios que manifiesta su voluntad y nos indica los senderos para alcanzarlo. «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15, 11).
Buscar la voluntad de Dios significa buscar una voluntad amiga, benévola, que quiere nuestra realización, que desea sobre todo la libre respuesta de amor al amor suyo, para convertirnos en instrumentos del amor divino. En esta via amoris es donde se abre la flor de la escucha y la obediencia.
La obediencia como escucha
5. «Escucha, hijo» (Pr 1, 8). La obediencia es ante todo actitud filial. Es un particular tipo de escucha que sólo puede prestar un hijo a su padre, por tener la certeza de que el padre sólo tiene cosas buenas que decir y dar al hijo; una escucha entretejida de una confianza que al hijo le hace acoger la voluntad del padre, seguro como está de que será para su bien.
Todo esto es muchísimo más cierto en relación con Dios. En efecto, nosotros alcanzamos nuestra plenitud sólo en la medida en que nos insertamos en el plan con el cual Él nos ha concebido con amor de Padre. Por tanto la obediencia es la única forma que tiene la persona humana, ser inteligente y libre, de realizarse plenamente. Y, cuando dice «no» a Dios, la persona humana compromete el proyecto divino, se empequeñece a sí misma y queda abocada al fracaso.
La obediencia a Dios es camino de crecimiento y, en consecuencia, de libertad de la persona, porque permite acoger un proyecto o una voluntad distinta de la propia, que no sólo no mortifica o disminuye, sino que fundamenta la dignidad humana. Al mismo tiempo, también la libertad es en sí un camino de obediencia, porque el creyente realiza su ser libre obedeciendo como hijo al plan del Padre. Es claro que una tal obediencia exige reconocerse como hijos y disfrutar siéndolo, porque sólo un hijo y una hija pueden entregarse libremente en manos del Padre, igual que el Hijo Jesús, que se ha abandonado al Padre. Y, si en su pasión ha llegado incluso a entregarse a Judas, a los sumos sacerdotes, a quienes lo flagelaban, a la muchedumbre hostil y a sus verdugos, lo ha hecho sólo porque estaba absolutamente seguro de que todo encontraba significado en la fidelidad total al plan de salvación querido por el Padre, a quien — como recuerda san Bernardo — «lo que agradó no fue la muerte, sino la voluntad del que moría libremente».11
«Escucha, Israel» (Dt 6, 4)
6. Para el Señor Dios, hijo es Israel, el pueblo elegido, que Él ha engendrado, que ha hecho crecer teniéndolo de la mano, que ha levantado hasta su mejilla, al que ha enseñado a caminar (cf. Os 11, 1-4); aquel a quien — como suprema expresión de afecto — ha dirigido después su Palabra, a pesar de que este pueblo no siempre la haya escuchado, o la haya recibido como un peso, como una «ley». Todo el Antiguo Testamento es una invitación a la escucha, y la escucha está en función de la alianza nueva, cuando, según dice el Señor, «pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Hb 8, 10; cf. Jr 31, 33).
A la escucha sigue la obediencia como respuesta libre y liberadora del nuevo Israel a la propuesta del nuevo pacto; la obediencia es parte de la nueva alianza, más aún es su distintivo característico. Según esto, la obediencia sólo puede ser comprendida del todo dentro de la lógica de amor, de intimidad con Dios, de pertenencia definitiva a Él, que nos hace finalmente libres.
Obediencia a la Palabra de Dios
7. La primera obediencia de la criatura consiste en venir a la existencia, como respuesta a la Palabra que la llama al ser. Esa obediencia alcanza plena expresión cuando la criatura es libre de reconocerse y aceptarse como don del Creador, de decir «sí» a su procedencia de Dios. Ésta realiza así su primer acto de libertad, un acto de libertad verdadero, que es también el primero y fundamental acto de auténtica obediencia.
No sólo eso. La obediencia propia de la persona creyente consiste en la adhesión a la Palabra con la cual Dios se revela y se comunica, y a través de la cual renueva cada día su alianza de amor. De esta Palabra ha brotado la vida que se sigue transmitiendo cada día. De ahí que la persona creyente busque cada mañana el contacto vivo y constante con la Palabra que se proclama ese día, y la medite y la guarde en el corazón como un tesoro, convirtiéndola en la raíz de todos sus actos y el primer criterio de sus elecciones. Y, lo mismo, al final de la jornada se confronta con ella e, imitando a Simeón, alaba a Dios porque ha visto cómo la Palabra eterna se realiza en los avatares del día a día (cf. Lc 2, 27-32), al tiempo que confía a la fuerza de la Palabra cuanto ha quedado sin llevarse a cabo. Porque, efectivamente, la Palabra no trabaja sólo de día sino siempre, como enseña el Señor en la parábola de la simiente (cf. Mc 4, 26-27).
El trato amoroso y cotidiano con la Palabra educa para descubrir los caminos de la vida y las modalidades a través de las cuales Dios quiere liberar a sus hijos; alimenta el instinto espiritual por las cosas que agradan a Dios; transmite el sentido de su voluntad y el gusto por ella; da la paz y el gozo por permanecerle fieles, al tiempo que hace sensibles y prontos a todo lo que implica obediencia, sea el evangelio (Rm 10, 16; 2 Ts 1, 8), la fe (Rm 1, 5; 16, 26) o la verdad (Ga 5, 7; 1 P 1, 22).
Con todo, no se debe olvidar que la experiencia auténtica de Dios es siempre experiencia de alteridad. «Por grande que pueda ser la semejanza entre el Creador y la criatura, siempre será mayor la desemejanza».12 Los místicos y cuantos han gustado la intimidad con Dios, nos recuerdan que el contacto con el Misterio soberano es siempre contacto con el Otro, con una voluntad que puede ser dramáticamente desemejante de la nuestra. De ahí que obedecer a Dios signifique entrar en «otro» orden de valores, captar un sentido nuevo y diferente de la realidad, experimentar una libertad imprevisible, tocar los umbrales del misterio: «Porque mis planes no son vuestros planes, ni mis caminos son vuestros caminos, oráculo del Señor. Porque cuanto distan los cielos de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros» (Is 55, 8-9).
Se puede producir temor al adentrarse en el mundo de Dios, tal experiencia, como vemos en los Santos, puede mostrar que lo imposible para el hombre es posible para Dios. Más aún, es auténtica obediencia al misterio de un Dios que es «interior intimo meo»,13 al tiempo que radicalmente otro.
Siguiendo a Jesús, el Hijo obediente al Padre
8. En este camino no estamos solos: nos guía el ejemplo de Cristo, el amado en quien el Padre se ha complacido (cf. Mt 3, 17; 17, 5), y Aquél al mismo tiempo que nos ha liberado por su obediencia. Es Él quien inspira nuestra obediencia para que también a través de nosotros se cumpla el plan divino de salvación.
En Él todo es escucha y acogida del Padre (cf. Jn 8, 28-29); toda su vida terrena es expresión y continuación de cuanto el Verbo hace desde toda la eternidad: dejarse amar por el Padre, acoger su amor de forma incondicionada, hasta el punto de no hacer nada por sí mismo (cf. Jn 8, 28), sino hacer en todo momento lo que le agrada al Padre. La voluntad del Padre es el alimento que sostiene a Jesús en su obra (Jn 4, 34) y consigue para Él y para nosotros la sobreabundancia de la resurrección, la alegría luminosa de entrar en el corazón mismo de Dios, en la dichosa multitud de sus hijos (cf. Jn 1, 12). Por esta obediencia de Jesús «todos son constituidos justos» (Rm 5, 19).
Él la ha vivido incluso cuando le ha presentado un cáliz difícil de beber (cf. Mt 26, 39.42; Lc 22, 42), y se ha hecho «obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8). Es el aspecto dramático de la obediencia del Hijo, envuelta en un misterio que nunca podremos penetrar totalmente, pero que para nosotros es de gran importancia porque nos desvela aún más la naturaleza filial de la obediencia cristiana: solamente el Hijo, que se siente amado por el Padre y le corresponde con todo su ser, puede llegar a este tipo de obediencia radical.
A ejemplo de Cristo, el cristiano se define como un ser obediente. La primacía indiscutible del amor en la vida cristiana no puede hacernos olvidar que ese amor ha conseguido un rostro y un nombre en Cristo Jesús y se ha convertido en Obediencia. En consecuencia, la obediencia no es humillación sino verdad sobre la cual se construye y realiza la plenitud del hombre. Por eso el creyente desea cumplir la voluntad del Padre de forma tan intensa que esto se convierte en su aspiración suprema. Igual que Jesús, él quiere vivir de esta voluntad. A imitación de Cristo y aprendiendo de Él, con gesto de suprema libertad y confianza sin condiciones, la persona consagrada ha puesto su voluntad en las manos del Padre para ofrecerle un sacrificio perfecto y agradable (cf. Rm 12, 1).
Pero antes aún de ser el modelo de toda obediencia, Cristo es Aquel a quien se dirige toda obediencia cristiana. En efecto, el poner en práctica sus palabras hace efectivo el discipulado (cf. Mt 7, 24) y la observancia de sus mandamientos vuelve concreto el amor hacia Él y atrae el amor del Padre (cf. Jn 14, 21). Él es el centro de la comunidad religiosa como aquél que sirve (Lc 22, 27), pero también como aquél a quien confiesa la propia fe («creéis en Dios; creed también en mi»: Jn 14,1) y presta obediencia, porque sólo en ella se realiza un seguimiento firme y perseverante: «En realidad, es el mismo Señor resucitado, nuevamente presente entre los hermanos y las hermanas reunidos en su nombre, quien indica el camino por recorrer».14
Obedientes a Dios a través de mediaciones humanas
9. Dios manifiesta su voluntad a través de la moción interior del Espíritu, que «guía a la verdad entera» (cf. Jn 16, 13) y también a través de múltiples mediaciones externas. En efecto, la historia de la salvación es una historia de mediaciones que de alguna forma hacen visible el misterio de la gracia que Dios realiza en lo íntimo de los corazones. También en la vida de Jesús se pueden reconocer no pocas mediaciones humanas a través de las cuales Él se ha dado cuenta y ha interpretado y acogido la voluntad del Padre como razón de ser y alimento permanente de su vida y su misión.
Las mediaciones que comunican exteriormente la voluntad de Dios se reconocen en los avatares de la vida y en las exigencias propias de la vocación específica; pero también se expresan en las leyes que regulan la vida social y en las disposiciones de quienes están llamados a guiarla. En el contexto eclesial, las leyes y disposiciones legítimamente dadas permiten reconocer la voluntad de Dios, ya que plasman concreta y «ordenadamente» las exigencias evangélicas, a partir de las cuales aquéllas se formulan y perciben.
Además, las personas consagradas son llamadas al seguimiento de Cristo obediente dentro de un «proyecto evangélico», o carismático, suscitado por el Espíritu y autenticado por la Iglesia. Ésta, cuando aprueba un proyecto carismático como es un Instituto religioso, garantiza que las inspiraciones que lo animan y las normas que lo rigen abren un itinerario de búsqueda de Dios y de santidad. En consecuencia, la Regla y las demás ordenaciones de vida se convierten también en mediación de la voluntad del Señor: mediación humana, sí, pero autorizada; imperfecta y al mismo tiempo vinculante; punto de partida del que arrancar cada día y punto también que sobrepasar con impulso generoso y creativo hacia la santidad que Dios «quiere» para cada consagrado. En este camino, la autoridad tiene la obligación pastoral de guiar y decidir.
Es evidente que todo esto será vivido de manera coherente y fructuosa sólo si se mantienen vivos el deseo de conocer y hacer la voluntad de Dios, así como la conciencia de la propia fragilidad y la aceptación de la validez de las mediaciones específicas, incluso cuando no se llega a captar del todo las razones que presentan.
Las intuiciones espirituales de los fundadores y de las fundadoras, especialmente aquellos que mayormente han marcado el camino de la vida religiosa a lo largo de los siglos, siempre han dado gran realce a la obediencia. San Benito ya al comienzo de su Regla se dirige al monje diciéndole: «A ti, pues, se dirigen estas mis palabras, (...) si es que te has decidido a renunciar a tus propias voluntades y esgrimes las potentísimas y gloriosas armas de la obediencia para servir al verdadero rey, Cristo el Señor».15
Además, se debe recordar que la relación autoridad-obediencia se coloca en el contexto más amplio del misterio de la Iglesia, representando una forma particular de su función mediadora. A este respecto, el Código de Derecho Canónico recomienda a los superiores ejercer «con espíritu de servicio la potestad que han recibido de Dios mediante el ministerio de la Iglesia».16
Aprender la obediencia en lo cotidiano
10. Por consiguiente, a la persona consagrada le puede ocurrir que «aprenda la obediencia» también a base de sufrimiento, en situaciones particulares y difíciles: por ejemplo, cuando se le pide abandonar ciertos proyectos e ideas personales, o renunciar a la pretensión de gobernar él solo la vida y la misión; o las veces que humanamente parece poco convincente lo que se pide (o quien lo pide). Por tanto, quien se encuentre en estas situaciones no olvide que la mediación es por su propia naturaleza limitada e inferior a aquello a lo que remite, tanto más si se trata de la mediación humana en relación con la voluntad divina; y recuerde también, cuando se halle ante una orden dada legítimamente, que el Señor pide obedecer a la autoridad que en ese momento lo representa,17 y que también Cristo «aprendió la obediencia a fuerza de padecer» (Hb 5, 8).
Es oportuno recordar, a este propósito, las palabras de Pablo VI: «Debéis experimentar algo del peso que atraía al Señor hacia su cruz, este ‘bautismo con el que debía ser bautizado', donde se habría de encender aquel fuego que os inflama también a vosotros (cf. Lc 12, 49-50); algo de aquella «locura» que san Pablo desea para todos nosotros, porque sólo ella nos hace sabios (cf. 1 Co 3, 18-19). Que la cruz sea para vosotros, como ha sido para Cristo, la prueba del amor más grande. ¿No existe acaso una relación misteriosa entre la renuncia y la alegría, entre el sacrificio y la amplitud de corazón, entre la disciplina y la libertad espiritual?».18
Es precisamente en estos casos de dificultad donde la persona consagrada aprende a obedecer al Señor (cf. Sal 118, 71), a escucharlo y a adherirse sólo a Él, mientras espera, con paciencia y llena de esperanza, su Palabra reveladora (Sal 118, 81) con plena y generosa disponibilidad a cumplir su voluntad y no la propia (Lc 22, 42).
En la luz y en la fuerza del Espíritu
11. Por consiguiente, uno se adhiere al Señor cuando atisba su presencia en las mediaciones humanas, especialmente en la Regla, en los superiores, en la comunidad,19 en los signos de los tiempos, en las expectativas de la gente, sobre todo de los pobres; cuando tiene el valor de echar las redes en virtud «de su palabra» (cf. Lc 5, 5) y no por motivaciones solamente humanas; cuando elige obedecer no sólo a Dios sino también a los hombres, pero, en cualquier caso, por Dios y no por los hombres. Escribe San Ignacio de Loyola en sus Constituciones: «como la vera obediencia no mire a quién se hace, mas por quién se hace; y si se hace por solo nuestro Criador y Señor, el mismo Señor de todos se obedece».20 Si, en los momentos difíciles, el llamado a obedecer pedirá con insistencia el Espíritu al Padre (cf. Lc 11, 13), éste se lo dará y el Espíritu le concederá luz y fuerza para ser obediente, le hará conocer la verdad y la verdad lo hará libre (cf. Jn 8, 32).
Jesús mismo, en su humanidad, fue conducido por la acción del Espíritu Santo: tras ser concebido en el vientre de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, al comienzo de su misión, en el bautismo, recibe el Espíritu que desciende sobre Él y lo guía; y, una vez resucitado, derrama el Espíritu sobre sus discípulos para que entren en su misma misión, anunciando la salvación y el perdón que Él ha merecido. El Espíritu que ungió a Jesús es el mismo que puede hacer nuestra libertad semejante a la de Cristo, perfectamente conforme a la voluntad de Dios.21 Por tanto es indispensable que todos se hagan disponibles al Espíritu, empezando por los superiores, que reciben del Espíritu su autoridad 22 y la deben ejercer bajo su guía, «dóciles a la voluntad de Dios».23
Autoridad al servicio de la obediencia a la voluntad de Dios
12. En la vida consagrada, cada uno debe buscar con sinceridad la voluntad del Padre, porque, de otra forma, perdería sentido este género de vida. Pero es de gran importancia que esa búsqueda se haga en unión con los hermanos y hermanas; esto es justamente lo que une y hace familia unida a Cristo.
La autoridad está al servicio de esta búsqueda, para que se lleve a cabo en sinceridad y verdad. En la homilía de inicio de su ministerio petrino, Benedicto XVI hizo esta afirmación significativa: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad o seguir mis propias ideas, sino ponerme a la escucha, junto con toda la Iglesia, de la palabra y la voluntad del Señor y dejarme guiar por Él, de manera que sea Él quien guíe a la Iglesia en este momento de nuestra historia».24 Por otro lado, hay que reconocer que la tarea de guiar a los demás no es fácil, sobre todo cuando el sentido de la autonomía personal es excesivo o conflictual y competitivo frente a los demás. Por eso es necesario, por parte de todos, agudizar la mirada de fe ante dicho cometido, que debe inspirarse en la actitud de Jesús siervo que lava los pies de sus apóstoles para que tengan parte en su vida y en su amor (cf. Jn 13, 1-17).
Es preciso una gran coherencia por parte de quienes guían los Institutos, las provincias (u otras circunscripciones del Instituto) o las comunidades. La persona llamada a ejercer la autoridad debe saber que sólo podrá hacerlo si ella emprende aquella peregrinación que lleva a buscar con intensidad y rectitud la voluntad de Dios. Vale para ella el consejo que san Ignacio de Antioquía daba a un obispo: «Nada se haga sin tu conocimiento, ni tú tampoco hagas nada sin contar con Dios».25 La autoridad debe obrar de forma que los hermanos o hermanas se den cuenta de que ella, cuando manda, lo hace sólo por obedecer a Dios.
La veneración por la voluntad de Dios mantiene a la autoridad en un estado de humilde búsqueda, para hacer que su obrar sea lo más conforme posible con la divina voluntad. San Agustín recuerda que el que obedece cumple siempre la voluntad de Dios, no porque la orden de la autoridad sea siempre conforme con la voluntad de Dios, sino porque es voluntad de Dios que se obedezca a quien preside.26 Ahora bien, la autoridad, por su parte, ha de buscar asiduamente y con ayuda de la oración y la reflexión, junto con el consejo de otros, lo que Dios quiere de verdad. En caso contrario, el superior o la superiora, más que representar a Dios, se arriesga temerariamente a ponerse en lugar de Él.
En el intento de hacer la voluntad de Dios, autoridad y obediencia no son, pues, dos realidades distintas ni muchos menos contrapuestas. Son dos dimensiones de la misma realidad evangélica, del mismo misterio cristiano; dos modos complementarios de participar de la misma oblación de Cristo. Autoridad y obediencia están personificadas en Jesús. Por eso han de ser entendidas en relación directa con Él y en configuración real con Él. La vida consagrada intenta simplemente vivir Su Autoridad y Su Obediencia.
Algunas prioridades en el servicio de la autoridad
13. a) En la vida consagrada la autoridad es ante todo autoridad espiritual.27 Es consciente de haber sido llamada a servir un ideal que la supera inmensamente, un ideal al que sólo es posible acercarse en un clima de oración y de búsqueda humilde que permita captar la acción del mismo Espíritu en el corazón de todos los hermanos o hermanas. Una autoridad es «espiritual» cuando se pone al servicio de lo que el Espíritu quiere realizar a través de los dones que distribuye a cada miembro de la fraternidad en el marco del proyecto carismático del Instituto.
Para poder promover la vida espiritual, la autoridad deberá cultivarla primero en sí misma a través de una familiaridad orante y cotidiana con la Palabra de Dios, con la Regla y las demás normas de vida, en actitud de disponibilidad para escuchar tanto a los otros como los signos de los tiempos. «El servicio de autoridad exige una presencia constante, capaz de animar y de proponer, de recordar la razón de ser de la vida consagrada, de ayudar a las personas encomendadas a vosotros a corresponder con una fidelidad siempre renovada a la llamada del Espíritu».28
b) La autoridad está llamada a garantizar a su comunidad el tiempo y la calidad de la oración, velando sobre la fidelidad cotidiana a la misma, consciente de que se avanza hacia Dios con el paso, sencillo y constante, de cada día y de cada miembro, y sabiendo que las personas consagradas pueden ser útiles a los demás en la medida en que están unidas a Dios. Está llamada también a vigilar para que, empezando por sí misma, no disminuya el contacto cotidiano con la Palabra que «tiene el poder de edificar» (Hch 20, 32) a cada una de las personas y comunidades y de indicar los senderos de la misión. Recordando el mandamiento del Señor «haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), procurará que el santo misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo sea celebrado y venerado como «fuente» y «cumbre»29 de la comunión con Dios y de los hermanos y hermanas entre sí. Celebrando y adorando el don de la Eucaristía en obediencia fiel al Señor, la comunidad religiosa obtiene inspiración y fuerza para su total entrega a Dios, para ser signo de su amor gratuito y referencia eficaz a los bienes futuros.30
c) La autoridad está llamada a promover la dignidad de la persona, prestando atención a cada uno de los miembros de la comunidad y a su camino de crecimiento, haciendo a cada uno el don de la propia estima y la propia consideración positiva, nutriendo un sincero afecto para con todos, guardando con reserva las confidencias recibidas.
Es oportuno recordar que, antes de invocar la obediencia (necesaria), hay que practicar la caridad (indispensable). No sólo eso. Es bueno hacer un uso apropiado de la palabra comunión, que no puede ni debe ser entendida como una especie de delegación de la autoridad a la comunidad (con la invitación implícita a que cada quien «haga lo que quiera»), pero tampoco como una imposición más o menos velada del propio punto de vista (que todos «hagan lo que quiero yo»).
d) La autoridad está llamada a infundir ánimos y esperanza en las dificultades. Igual que Pablo y Bernabé animaban a sus discípulos enseñándoles que «es necesario atravesar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22), así la autoridad debe ayudar a encajar las dificultades de cada momento recordando que forman parte de los sufrimientos que con frecuencia jalonan el camino hacia el Reino.
Ante algunas situaciones difíciles de la vida consagrada, por ejemplo, allí donde su presencia parece debilitarse e incluso desaparecer, el que guía a la comunidad deberá recordar el valor perenne de este género de vida porque, tanto hoy como ayer y siempre, no hay nada más importante, bello y verdadero que dedicar la propia vida al Señor y a sus hijos más pequeños.
El guía de la comunidad es como el buen pastor que entrega su vida por las ovejas y en los momentos críticos no retrocede, sino que se hace presente, participa en las preocupaciones y dificultades de las personas confiadas a su cuidado, dejándose involucrar en primera persona. Y, lo mismo que el buen samaritano, está atento para curar las posibles heridas. En fin, reconoce humildemente sus propios límites y la necesidad que tiene de ayuda de los demás, no echando en saco roto los propios fracasos y derrotas.
e) La autoridad está llamada a mantener vivo el carisma de la propia familia religiosa. El ejercicio de la autoridad comporta también el ponerse al servicio del carisma propio del Instituto de pertenencia, custodiándolo con cuidado y actualizándolo en la comunidad local o en la provincia o en todo el Instituto, según los proyectos y orientaciones ofrecidos, en particular, por los Capítulos generales (o reuniones análogas).31 Esto exige en la autoridad un conocimiento adecuado del carisma del Instituto; un conocimiento que habrá asumido en la propia experiencia personal e interpretará después en función de la vida fraterna en común y de su inserción en el contexto eclesial y social.
f) La autoridad está llamada a mantener vivo el «sentire cum ecclesia». También es misión de la autoridad ayudar a mantener vivo el sentido de la fe y de la comunión eclesial en medio de un pueblo que reconoce y alaba las maravillas de Dios, dando testimonio del gozo de pertenecerle, en la gran familia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. El compromiso del seguimiento del Señor no puede ser una empresa de navegantes solitarios, sino que se lleva a cabo en la barca de Pedro, que resiste en la tormenta; a esta buena navegación la persona consagrada dará la contribución de una fidelidad laboriosa y gozosa.32 La autoridad, por tanto, debe recordar que «nuestra obediencia es creer con la Iglesia, pensar y hablar con la Iglesia, servir con ella. También en esta obediencia entra siempre lo que Jesús predijo a Pedro: «Te llevarán a donde tú no quieras» (Jn 21, 18). Este dejarse guiar a donde no queremos es una dimensión esencial de nuestro servir y eso es precisamente lo que nos hace libres».33
El sentire cum Ecclesia, que resplandece en los fundadores y fundadoras, implica una auténtica espiritualidad de comunión, esto es «una relación efectiva y afectiva con los Pastores, ante todo con el Papa, centro de la unidad de la Iglesia».34 A él toda persona consagrada debe plena y confiada obediencia, también en fuerza del mismo voto.35 La comunión eclesial pide, además, una adhesión fiel al Magisterio del Papa y de los Obispos, como testimonio concreto de amor a la Iglesia y pasión por su unidad.36
g) La autoridad está llamada a acompañar en el camino de la formación permanente. Una tarea que, hoy día, hay que considerar cada vez más importante es la de acompañar a lo largo del camino de la vida a las personas que les han sido confiadas. Ello implica no sólo ofrecerles ayuda para resolver eventuales problemas o superar posibles crisis, sino también estar atentos al crecimiento normal de cada uno en todas y cada una de las fases y estaciones de la existencia, de manera que quede garantizada esa «juventud de espíritu que permanece en el tiempo»,37 y que hace a la persona consagrada cada vez más conforme con los «sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2, 5).
En consecuencia, será responsabilidad de la autoridad mantener alto en todos el nivel de disponibilidad ante la formación, la capacidad de aprender de la vida, la libertad — especialmente — de dejarse formar cada uno por el otro y sentirse cada cual responsable del camino de crecimiento del otro. Favorecerá para ello el uso de los instrumentos de crecimiento comunitario transmitidos por la tradición y cada vez más recomendados hoy día por quienes tienen experiencia segura en el campo de la formación espiritual: puesta en común de la Palabra, proyecto personal y comunitario, discernimiento comunitario, revisión de vida, corrección fraterna.38
El servicio de la autoridad a la luz de las normas eclesiales
14. En los párrafos anteriores se ha descrito el servicio que presta la autoridad en la vida consagrada para la búsqueda de la voluntad del Padre y se han indicado algunas prioridades de dicho servicio.
A fin de que tales prioridades no se entiendan como puramente facultativas, conviene recordar los caracteres peculiares que reviste el ejercicio de la autoridad, según el Código de Derecho Canónico.39 En tal modo, las normas de la Iglesia expresan sintéticamente los rasgos evangélicos de la potestad que ejercen los superiores religiosos a varios niveles.
a) Obediencia del Superior. Partiendo de la naturaleza característica que corresponde a la autoridad eclesial, el Código recuerda al superior religioso que está llamado, ante todo, a ser el primer obediente. En virtud del oficio asumido, debe obediencia a la ley de Dios, de quien procede su autoridad y a quien deberá rendir cuenta en conciencia, a la ley de la Iglesia, al Romano Pontífice y al derecho proprio de su Instituto.
b) Espíritu de servicio. Después de haber confirmado el origen carismático y la mediación eclesial de la autoridad religiosa, se insiste en que la autoridad del superior religioso, como toda autoridad en la Iglesia, debe caracterizarse por el espíritu de servicio, a ejemplo de Cristo que «no ha venido a ser servido sino a servir» (Mc 10,45).
En particular se indican algunos aspectos del espíritu de servicio, cuya fiel observancia hará que los superiores, cumpliendo su proprio encargo, sean reconocidos «dóciles a la voluntad de Dios».40
Todo superior o superiora, hermano entre los hermanos o hermana entre las hermanas, está llamado a hacer sentir el amor con que Dios ama a sus hijos, evitando, por un lado, toda actitud de dominio y, por otro, toda forma de paternalismo o maternalismo.
Esto será posible por la confianza puesta en la responsabilidad de los hermanos, «suscitando su obediencia voluntaria en el respeto de la persona humana»,41 y a través del diálogo, teniendo presente que la adhesión debe realizarse «en espíritu de fe y de amor, para seguir a Cristo obediente»,42 y no por otras motivaciones.
c) Solicitud pastoral. El Código indica como fin primario de la potestad religiosa «edificar una comunidad fraterna en Cristo, en la cual, por encima de todo, se busque y se ame a Dios».43 Por tanto, en la comunidad religiosa la autoridad es esencialmente pastoral en cuanto está por completo ordenada a la construcción de la vida fraterna en comunidad, según la identidad eclesial propia de la vida consagrada.44
Los medios principales que el superior debe utilizar para conseguir tal finalidad primaria se deben necesariamente fundar en la fe; son, sobre todo, la escucha de la Palabra de Dios y la celebración de la Liturgia.
Finalmente, se definen algunos ámbitos de particular solicitud por parte de los superiores hacia los hermanos y las hermanas: «ayúdenles convenientemente en sus necesidades personales, cuiden con solicitud y visiten a los enfermos, corrijan a los revoltosos, consuelen a los pusilánimes y tengan paciencia con todos».45
En misión con la libertad de los hijos de Dios
15. No es nada raro que la misión se dirija hoy a personas preocupadas por la propia autonomía, celosas de su libertad y temerosas de perder su independencia.
La persona consagrada, con su misma existencia, muestra la posibilidad de un camino distinto de realización de la propia vida; un camino donde Dios es la meta, su Palabra la luz y su voluntad la guía; un camino en que se avanza con serenidad, sabiéndose seguros de estar sostenidos por las manos de un Padre acogedor y providente; donde uno está acompañado de hermanos y hermanas y empujado por el Espíritu, que quiere y puede saciar los deseos sembrados por el Padre en el corazón de cada uno.
Es ésta la primera misión de la persona consagrada: testimoniar la libertad de los hijos de Dios, una libertad modelada sobre la de Cristo, el hombre libre para servir a Dios y a los hermanos. Y, junto con ello, deberá decir con su propio ser que el Dios que ha plasmado a la criatura humana a partir del barro (cf. Gn 2, 7.22) y la ha tejido en el seno de su madre (cf. Sal 138, 13), puede también plasmar su vida modelándola sobre la de Cristo, hombre nuevo y perfectamente libre.
SEGUNDA PARTE
AUTORIDAD Y OBEDIENCIA
EN LA VIDA FRATERNA
«Uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos»
(Mt 23, 8)
El mandamiento nuevo
16. A todos aquellos que buscan a Dios les es dado, además del mandamiento «amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente», un segundo mandamiento «semejante al primero»: «amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39). Más aún, añade el Señor Jesús: «Amaos como yo os he amado», pues por la calidad de vuestro amor «reconocerán que sois mis discípulos» (Jn 13, 34-35). La construcción de comunidades fraternas constituye uno de los compromisos fundamentales de la vida consagrada; a ello están llamados a dedicarse los miembros de la comunidad, movidos por el mismo amor que el Señor ha derramado en sus corazones. Porque, en efecto, la vida fraterna en comunidad es un elemento constitutivo de la vida religiosa y signo elocuente de los efectos humanizadores de la presencia del Reino de Dios.
Si es verdad que no se dan comunidades significativas sin amor fraterno, también lo es que una visión correcta de la obediencia y la autoridad puede ofrecer una ayuda válida para vivir en la vida cotidiana el mandamiento del amor, especialmente cuando se trata de afrontar problemas concernientes a la relación entre persona y comunidad.
La autoridad al servicio de la comunidad, y ésta al servicio del Reino
17. «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14): por consiguiente, somos hermanas y hermanos en la medida en que Dios es el Padre que con su Espíritu guía a la comunidad de hermanas y hermanos y los configura con su Hijo.
En este plan se inserta el papel de la autoridad. Los superiores y superioras, en unión con las personas que les han sido confiadas, están llamados a edificar en Cristo una comunidad fraterna en la cual se busque a Dios y se le ame sobre todas las cosas, realizando su proyecto redentor.46 Por tanto, a imitación del Señor Jesús que lavó los pies de sus discípulos, la autoridad está al servicio de la comunidad para que, a su vez, ésta se ponga al servicio del Reino (cf. Jn 13, 1-17). Ejercer la autoridad en medio de los hermanos significa servirles a ejemplo de Aquél que «ha dado su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45), para que también éstos den su vida.
Sólo si el superior, por su parte, vive en obediencia a Cristo y en sincera observancia de la Regla, pueden comprender los miembros de la comunidad que su obediencia a él no sólo no es contraria a la libertad de los hijos de Dios, sino que la hace madurar en conformidad con Cristo, obediente al Padre.47
Dóciles al Espíritu que conduce a la unidad
18. Una misma llamada de Dios ha reunido a los miembros de una comunidad o Instituto (cf. Col 3, 15) y una única voluntad de buscar a Dios sigue guiándolos. «La vida de comunidad es, de modo particular, signo, ante la Iglesia y la sociedad, del vínculo que surge de la misma llamada y de la voluntad común de obedecerla, por encima de cualquier diversidad de raza y de origen, de lengua y cultura. Contra el espíritu de discordia y división, la autoridad y la obediencia brillan como un signo de la única paternidad que procede de Dios, de la fraternidad nacida del Espíritu, de la libertad interior de quien se fía de Dios a pesar de los límites humanos de los que lo representan».48
El Espíritu hace a cada uno disponible para el Reino, aun en la diferencia de dones y funciones (cf. 1 Co 12, 11). La obediencia a su acción unifica a la comunidad en el testimonio de su presencia, hace gozosos los pasos de todos (cf. Sal 36, 23) y se convierte en fundamento de la vida fraterna, en la cual todos obedecen aun teniendo obligaciones distintas. La búsqueda de la voluntad de Dios y la disponibilidad a cumplirla es el cemento espiritual que salva al grupo de la fragmentación que podría derivarse de las muchas subjetividades, cuando éstas están faltas de un principio de unidad.
Para una espiritualidad de comunión y una santidad comunitaria
19. En estos últimos años, una concepción antropológica renovada ha puesto mucho más de manifiesto la importancia de la dimensión relacional del ser humano. Esta concepción encuentra amplio respaldo en la imagen de la persona humana que emerge de las Escrituras, y, sin duda, ha ejercido un gran influjo en el modo de concebir la relación en el seno de las comunidades religiosas, a las que hace más atentas al valor de la apertura al otro, a la fecundidad de la relación con la diversidad y al enriquecimiento que de ello deriva para todos.
Dicha antropología relacional ha ejercido también un influjo cuando menos indirecto, como hemos recordado, sobre la espiritualidad de comunión, y ha contribuido a renovar el concepto de misión entendida como compromiso compartido con todos los miembros del pueblo de Dios, en un espíritu de colaboración y corresponsabilidad. La espiritualidad de comunión se presenta como el clima espiritual de la Iglesia a comienzos del tercer milenio y por tanto como tarea activa y ejemplar de la vida consagrada a todos los niveles. Es el camino real para un futuro de vida creyente y testimonio cristiano, que halla su referencia irrenunciable en el misterio eucarístico, cuya centralidad reconoce cada vez con mayor convencimiento. Precisamente porque «la Eucaristía es constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia» y «se muestra así en las raíces de la Iglesia como misterio de comunión».49
Santidad y misión pasan por la comunidad, ya que el Señor resucitado se hace presente en ella y a través de ella,50 haciéndola santa y santificando las relaciones que en ella se dan. ¿Acaso no ha prometido Jesús estar presente donde dos o tres se reúnan en su nombre? (cf. Mt 18, 20). De esta forma, el hermano y la hermana se convierten en sacramento de Cristo y del encuentro con Dios, en posibilidad concreta de poder vivir el mandamiento del amor recíproco. Y así el camino de la santidad se hace recorrido que toda la comunidad realiza junta; no sólo camino del individuo, sino experiencia comunitaria cada vez más: en la acogida recíproca; en la condivisión de dones, sobre todo el don del amor, el perdón y la corrección fraterna; en la búsqueda común de la voluntad del Señor, rico de gracia y misericordia; en la disponibilidad de cada uno a hacerse cargo del camino del otro.
En el clima cultural de hoy la santidad comunitaria es testimonio convincente, quizá más que la del individuo, porque manifiesta el valor perenne de la unidad, don que nos ha dejado el Señor Jesús. Así aparece con particular evidencia en las comunidades internacionales e interculturales, que requieren altos niveles de acogida y diálogo.
Papel de la autoridad en el crecimiento de la fraternidad
20. El crecimiento de la fraternidad es fruto de una caridad «ordenada». Por eso, «es necesario que el derecho propio sea lo más exacto posible al establecer las varias competencias dentro de la comunidad, las de los diversos Consejos, los responsables sectoriales y el propio Superior. La poca claridad en este sector es fuente de confusión y de conflicto. E, igualmente, los «proyectos comunitarios», que pueden favorecer la participación en la vida comunitaria y en la misión en los distintos contextos, deberían preocuparse de definir bien el papel y las competencias de la autoridad, siempre respetando las Constituciones».51
Dentro de este cuadro, la autoridad promueve el crecimiento de la vida fraterna a través de: el servicio de la escucha y del diálogo; la creación de un clima favorable a la condivisión y la corresponsabilidad; la participación de todos en las cosas de todos; el servicio equilibrado a los individuos y a la comunidad; el discernimiento y la promoción, en fin, de la obediencia fraterna.
a) El servicio de la escucha
El ejercicio de la autoridad comporta escuchar de buena gana a las personas que el Señor le ha confiado.52 San Benito insiste sobre ello: «El abad convocará a toda la comunidad»; «sean todos convocados a consejo», «porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor».53
La escucha es uno de los ministerios principales del superior, para el que siempre debería estar disponible, sobre todo con quien se siente aislado y necesitado de atención. Porque, en efecto, escuchar significa acoger al otro incondicionalmente, darle espacio en el propio corazón. Por eso la escucha transmite afecto y comprensión, da a entender que el otro es apreciado y que su presencia y su parecer son tenidos en consideración.
El que preside debe recordar que quien no sabe escuchar al hermano o a la hermana tampoco sabe escuchar a Dios; que una escucha atenta permite coordinar mejor las energías y dones que el Espíritu ha dado a la comunidad, así como tener presente, a la hora de las decisiones, los límites y dificultades de algún miembro. El tiempo dedicado a la escucha no es nunca tiempo perdido; antes bien, la escucha puede prevenir crisis y momentos difíciles tanto en el plano individual como en el comunitario.
b) La creación de un clima favorable al diálogo, la participación y la corresponsabilidad
La autoridad deberá preocuparse de crear un ambiente de confianza, promoviendo el reconocimiento de las capacidades y sensibilidades de cada uno. Y fomentará, además, de palabra y obra, la convicción de que la fraternidad exige participación y por tanto información.
Junto con la escucha, propiciará el diálogo sincero y libre para compartir sentimientos, perspectivas y proyectos; en este clima, cada uno podrá ver reconocida su identidad y mejorar las propias capacidades relacionales. Y no temerá aceptar y asumir los problemas que fácilmente aparecen cuando se busca juntos, se decide juntos, se trabaja juntos, se emprende juntos las mejores rutas para llevar a efecto una fecunda colaboración; antes, al contrario, indagará las causas de los posibles malestares e incomprensiones, sabiendo proponer remedios, compartidos lo más posible. En fin, se comprometerá a hacer superar cualquier forma de infantilismo y a desalentar todo intento de evitar responsabilidades o eludir compromisos gravosos, así como de cerrarse en el propio mundo y en los propios intereses o de trabajar en solitario.
c) Inculcar la contribución de todos en los asuntos comunes
El que preside es el responsable de la decisión final,54 pero debe llegar a ella no él solo o ella sola, sino valorando lo más posible la aportación libre de todos los hermanos y hermanas. La comunidad es como la hacen sus miembros; por tanto será fundamental estimular y motivar la contribución de todas las personas para que todas sientan el deber de dar su propia aportación de caridad, competencia y creatividad. Y así todos los recursos humanos deben ser potenciados y hechos converger en el proyecto comunitario, motivándolos y respetándolos.
No basta poner en común los bienes materiales; más significativa es la comunión de bienes y de capacidades personales, de dotes y talentos, de intuiciones e inspiraciones y — lo que es todavía más fundamental y más de promover — la condivisión de bienes espirituales, de la escucha de la Palabra de Dios, de la fe: «El vínculo de fraternidad es tanto más fuerte cuanto más central y vital es lo que se pone en común».55
No todos, probablemente, estarán de entrada bien dispuestos para este tipo de condivisión: ante posibles resistencias, lejos de renunciar al proyecto, la autoridad buscará equilibrar sabiamente la invitación a la comunión dinámica y emprendedora con el arte de la paciencia, sin aspirar a ver frutos inmediatos de los propios esfuerzos. Y reconocerá que Dios es el único Señor que puede tocar y cambiar el corazón de las personas.
d) Al servicio del individuo y de la comunidad
Al encomendar las distintas tareas, la autoridad deberá tener en cuenta la personalidad de cada hermano o hermana, sus dificultades y predisposiciones, para permitir a cada uno, respetando siempre la libertad de todos, sacar partido a los propios dones; al mismo tiempo, deberá considerar necesariamente el bien de la comunidad y el servicio a la obra que ésta tiene confiada.
No siempre será fácil compaginar todas estas finalidades. Entonces será indispensable el equilibrio de la autoridad; equilibrio que se manifiesta tanto en la capacidad de captar lo positivo de cada uno y utilizar lo mejor posible las fuerzas disponibles, como en la rectitud de intención que la haga interiormente libre. No aparezca demasiado preocupada de agradar y complacer, sino muestre claramente el verdadero significado de la misión para la persona consagrada, significado que no puede limitarse a valorar sólo las dotes de cada uno.
Ahora bien, será igualmente indispensable que la persona consagrada acepte con espíritu de fe, como recibida de las manos del Padre, la tarea encomendada, incluso cuando no es conforme a sus deseos y expectativas o a su modo de entender la voluntad de Dios. Pueden expresar las propias dificultades (incluso manifestándolas con franqueza como una contribución a la verdad), mas obedecer en estos casos significa someterse a la decisión final de la autoridad, con el convencimiento de que tal obediencia es una aportación preciosa, aunque costosa, a la edificación del Reino.
e) El discernimiento comunitario
«En la fraternidad animada por el Espíritu, cada uno entabla con el otro un diálogo preciso para descubrir la voluntad del Padre, y todos reconocen en quien preside la expresión de la paternidad de Dios y el ejercicio de la autoridad recibida de Él, al servicio del discernimiento y de la comunión».56
Algunas veces, cuando el derecho propio lo prevé o cuando lo requiere la importancia de la decisión a tomar, se confía la búsqueda de una respuesta adecuada al discernimiento comunitario, en el cual se trata de escuchar lo que el Espíritu dice a la comunidad (cf. Ap 2, 7).
Si este discernimiento se reserva para las decisiones más importantes, el espíritu del discernimiento debería caracterizar todo proceso de toma de decisiones que tenga que ver con la comunidad. En ese caso, antes de tomar la decisión correspondiente, nunca debería faltar un tiempo de oración y de reflexión personal, así como una serie de actitudes importantes para elegir juntos lo que sea justo y agradable a Dios. He aquí algunas de ellas:
– la determinación de no buscar más que la voluntad divina, dejándose inspirar por el modo de obrar de Dios manifestado en las Sagradas Escrituras y en la historia del Instituto, siendo bien conscientes además de que con frecuencia la lógica evangélica «trastorna» la lógica humana, que busca el éxito, la eficiencia, el reconocimiento;
– la disponibilidad a reconocer en cada hermano o hermana la capacidad de conocer la verdad, aunque sea parcialmente, y por lo mismo aceptar su parecer como mediación para descubrir juntos la voluntad de Dios, llegando incluso a valorar las ideas de otros como mejores que las propias;
– la atención a los signos de los tiempos, a las expectativas de la gente, a las exigencias de los pobres, a las urgencias de la evangelización, a las prioridades de la Iglesia universal y de la particular, a las indicaciones de los Capítulos y de los superiores mayores;
– el estar libres de prejuicios, de apegos excesivos a las propias ideas, de esquemas de percepción rígidos o distorsionados, de alineamientos que exasperan la diversidad de puntos de vista;
– la valentía para dar razón de las propias ideas y posiciones, pero al mismo tiempo abrirse a nuevas perspectivas y modificar el propio punto de vista;
– el firme propósito de mantener siempre la unidad, sea cual sea la decisión final.
El discernimiento comunitario no sustituye la naturaleza y el papel de la autoridad, a la cual está reservada la decisión final; ahora bien, la autoridad no puede ignorar que la comunidad es el lugar privilegiado para reconocer y acoger la voluntad de Dios. En cualquier caso, el discernimiento es uno de los momentos más significativos de la fraternidad consagrada; en él resalta con particular claridad la centralidad de Dios en cuanto fin último de la búsqueda de todos, así como la responsabilidad y aportación de cada uno en el camino de todos hacia la verdad.
f) Discernimiento, autoridad y obediencia
La autoridad deberá ser paciente en el delicado proceso del discernimiento, que intentará garantizar en sus fases y sostener en los momentos críticos; y será firme a la hora de pedir la puesta en práctica de cuanto se decidió. Estará atenta para no abdicar de las propias responsabilidades, con la excusa quizá de preservar la tranquilidad o por miedo a herir la susceptibilidad de alguien. Sentirá la responsabilidad de no inhibirse ante situaciones en las que hay que tomar decisiones claras y, tal vez, desagradables.57 Es justamente el amor verdadero a la comunidad lo que le permite a la autoridad armonizar firmeza y paciencia, escucha de todos y coraje para decidir, superando la tentación de ser sorda y muda.
Hay que notar, finalmente, que una comunidad no puede estar en continuo estado de discernimiento. Tras la etapa de discernimiento viene la de la obediencia, o sea, la de poner en ejecución lo decidido: en una y en otra hay que vivir con espíritu obediente.
g) La obediencia fraterna
Al final de su Regla, afirma san Benito: «El bien de la obediencia no sólo han de prestarlo todos a la persona del abad, porque también han de obedecerse los hermanos unos a otros, seguros de que por este camino de la obediencia llegarán a Dios».58 «Se anticiparán unos a otros en las señales de honor». «Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades, tanto físicas como morales. Se emularán en obedecerse unos a otros. Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros».59
Y san Basilio Magno se pregunta: «¿En qué modo es necesario obedecerse los unos a los otros?» Y responde: «Como los siervos a los amos, según nos ordenó el Señor: Quien quiera ser grande entre vosotros, sea el último de todos y el siervo de todos (cf. Mc 10, 44); después añade estas palabras aún más impresionantes: «Como el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10, 45); y de acuerdo con cuanto dice el Apóstol: «Por el amor del Espíritu, sed siervos los unos de los otros» (Gal 5, 13)».60
La verdadera fraternidad se fundamenta en el reconocimiento de la dignidad del hermano o la hermana, y se lleva a cabo en la atención al otro y a sus necesidades, así como en la capacidad de alegrarse por sus dones y logros, en el poner a su disposición el propio tiempo para escuchar y dejarse iluminar. Pero todo esto exige ser interiormente libres.
Ciertamente no es libre el que está convencido de que sus ideas y soluciones son siempre las mejores; el que cree poder decidir solo, sin falta de mediaciones que le muestren la voluntad divina; el que siempre tiene la razón y no duda de que son los otros quienes deben cambiar; el que solamente piensa en sus cosas y no se interesa por las necesidades de los demás; el que piensa que la obediencia es cosa de otros tiempos y algo impresentable en nuestro mundo desarrollado.
Y, al contrario, es libre la persona que de forma continua vive en tensión para captar, en las situaciones de la vida y sobre todo en la gente que vive a su alrededor, una mediación de la voluntad del Señor, por misteriosa que sea. Para esto «nos ha liberado Cristo, para que seamos libres» (Ga 5, 1). Nos ha liberado para que podamos encontrar a Dios por los innumerables senderos de la existencia de cada día.
«El primero entre vosotros se hará vuestro esclavo» (Mt 20, 27)
21. Por más que, hoy, asumir las responsabilidades propias de la autoridad pueda parecer una carga particularmente gravosa, que requiere la humildad de hacerse siervo o sierva de los otros, sin embargo siempre será bueno recordar las graves palabras que el Señor Jesús dirige a quienes están tentados de revestir su autoridad de prestigio mundano: «el que entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo, igual que el Hijo del hombre, que no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 27-28).
El que en el propio oficio busca un medio para hacerse notar o afirmarse, para hacerse servir o esclavizar, se pone abiertamente fuera del modelo evangélico de autoridad. En este contexto merecen atención las palabras que san Bernardo dirigía a un discípulo suyo elegido sucesor de Pedro: «Mira si has progresado en virtud, sabiduría, conocimiento y en moderación de costumbres (...) más insolente o más humilde; más afable o más áspero; más asequible o más inexorable (...) más temeroso de Dios o más confiado de lo conveniente».61
La obediencia no es fácil ni siquiera en las mejores condiciones; pero se hace más llevadera cuando la persona consagrada ve que la autoridad se pone al servicio humilde y diligente de la fraternidad y la misión: una autoridad que, aun con todos los límites humanos, intenta con su acción representar las actitudes y sentimientos del Buen Pastor.
«Ruego también a la que tenga el cargo de las hermanas — son palabras de santa Clara de Asís en su testamento — que se esmere por presidir a las demás con las virtudes y santas costumbres, antes que por el oficio; a fin de que, movidas las hermanas con su ejemplo, le obedezcan no tanto por deber cuanto por amor».62
La vida fraterna como misión
22. Las personas consagradas, bajo la guía de la autoridad, están llamadas a plantearse con frecuencia el mandamiento nuevo, el mandamiento que renueva todas las cosas: «Amaos como yo os he amado» (Jn 15, 12).
Amarse como el Señor ha amado significa ir más allá del mérito personal de los hermanos y hermanas; significa obedecer no a los propios deseos sino a Dios, que habla a través del modo de ser y las necesidades de los hermanos y hermanas. Es preciso recordar que el tiempo dedicado a mejorar la calidad de la vida fraterna no es tiempo perdido, porque, como ha subrayado repetidamente el recordado papa Juan Pablo II, «toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de vida fraterna».63
El esfuerzo por formar comunidades fraternas no es sólo preparación para la misión, sino parte integrante de ella, desde el momento que «la comunión fraterna en cuanto tal es ya apostolado».64 Estar en misión como comunidades que construyen a diario la fraternidad, en la continua búsqueda de la voluntad de Dios, equivale a afirmar que en el seguimiento al Señor Jesús es posible realizar la convivencia humana de un modo nuevo y humanizador.
TERCERA PARTE
EN MISIÓN
«Como el Padre me ha enviado a mí, también yo os envío a vosotros»
(Jn 20, 21)
En misión con todo el propio ser, como Jesús, el Señor
23. Con su misma forma de vida, el Señor Jesús nos hace comprender que misión y obediencia se implican mutuamente. En los evangelios Jesús se presenta siempre como «el enviado del Padre para hacer su voluntad» (cf. Jn 5, 36-38; 6, 38-40; 7, 16-18); Él hace siempre lo que le agrada al Padre. Puede decirse que toda la vida de Jesús es misión del Padre. Él es la misión del Padre.
Lo mismo que el Verbo ha venido en misión al encarnarse en una humanidad que se ha dejado asumir totalmente, así también nosotros colaboramos en la misión de Cristo y le permitimos llevarla a pleno cumplimiento sobre todo acogiéndolo a Él, haciéndonos espacio de su presencia y, por ello, continuación de su vida en la historia, para dar así a los demás la posibilidad de encontrarlo.
Considerando que Cristo, en su vida y su obra, ha sido el amén (cf. Ap 3, 14), el sí (cf. 2 Co 1, 20) perfecto dicho al Padre, y que decir sí no significa otra cosa que obedecer, es imposible pensar en la misión si no es en relación con la obediencia. Vivir la misión implica siempre ser mandados, y esto supone la referencia tanto al que envía como al contenido de la misión a realizar. Por esto, sin referencia a la obediencia el mismo término de misión se hace difícilmente comprensible y corre el peligro de reducirse a algo relativo sólo a uno mismo. Siempre existe el peligro de reducir la misión a una profesión que se ejerce con vistas a la propia realización y que, por consiguiente, uno desempeña por cuenta propia.
En misión para servir
24. San Ignacio de Loyola escribe en sus Ejercicios que el Señor llama a todos y dice: «quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, porque, siguiéndome en la pena también me siga en la gloria».65 Hoy, igual que ayer, la misión encuentra grandes dificultades, que sólo pueden afrontarse con la gracia que viene del Señor, siendo conscientes, con humildad y fortaleza, de haber sido enviados por Él y contar por eso mismo con su ayuda.
Gracias a la obediencia se tiene la certeza de servir al Señor, de ser «siervos y siervas del Señor» en el obrar y en el sufrir. Esta certeza es fuente de compromiso incondicional, de fidelidad tenaz, de serenidad interior, de servicio desinteresado, de entrega de las mejores energías. «Quien obedece tiene la garantía de estar en misión, siguiendo al Señor y no buscando los propios deseos y expectativas. Así es posible sentirse guiados por el Espíritu del Señor y sostenidos, incluso en medio de grandes dificultades, por su mano segura (cf. Hch 20, 22)».66
Se está en misión cuando, lejos de perseguir la autoafirmación, ante todo se deja uno conducir por el deseo de realizar la adorable voluntad de Dios. Este deseo es el alma de la oración («Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad») y la fuerza del apóstol. La misión exige comprometer todas las cualidades y talentos humanos, los cuales concurren a la salvación cuando están inmersos en el río de la voluntad de Dios, que arrastra las cosas pasajeras hasta el océano de las realidades eternas, donde Dios, felicidad sin límites, será todo en todos (cf. 1 Co 15, 28).
Autoridad y misión
25. Todo eso implica reconocer a la autoridad un papel importante en relación con la misión, dentro de la fidelidad al propio carisma; una función nada simple ni exenta de dificultades y equívocos. En el pasado el riesgo venía de una autoridad prevalentemente orientada a la gestión de las obras, con peligro de descuidar a las personas; hoy, en cambio, el riesgo puede venir del excesivo temor, por parte de la autoridad, de herir susceptibilidades personales, o de una fragmentación de competencias y responsabilidades que debiliten la convergencia hacia el objetivo común y desvanezcan la intervención de la autoridad.
Ahora bien, la autoridad no es responsable tan sólo de la animación de la comunidad; tiene también la función de coordinar las varias competencias relativas a la misión, respetando siempre los roles y de acuerdo con las normas internas del Instituto. Si, ciertamente, la autoridad no puede (ni debe) hacer todo, sí es la responsable última del conjunto.67
Actualmente son múltiples los retos que la autoridad afronta en su papel de coordinar energías con vistas a la misión. También aquí elencamos algunas tareas que consideramos importantes en el servicio del superior:
a) Anima a asumir responsabilidades y las respeta una vez asumidas
Las responsabilidades pueden suscitar en algunos un sentido de temor. Por consiguiente, es necesario que la autoridad transmita a sus colaboradores la fortaleza cristiana y el ánimo para afrontar las dificultades, superando el miedo y la tendencia a inhibirse.
Se apresurará a compartir no sólo las informaciones, sino también las responsabilidades, comprometiéndose a respetar a cada uno dentro de su justa autonomía. Lo cual lleva consigo, por parte de la autoridad, un paciente trabajo de coordinación y, por parte de los demás consagrados, estar sinceramente dispuestos a colaborar.
La autoridad debe «estar» cuando hace falta, para favorecer en los miembros de la comunidad el sentido de interdependencia, lejos tanto de la dependencia infantil cuanto de la independencia autosuficiente. Esta interdependencia es fruto de aquella libertad interior que permite a todos trabajar y colaborar, sustituir y ser sustituido, ser protagonista y ofrecer la propia aportación incluso manteniéndose en un segundo plano.
Quien ejerce el servicio de la autoridad se guardará de ceder a la tentación de la autosuficiencia personal, o sea de creer que todo depende de él o de ella, y que no es tan importante o útil favorecer la participación coral comunitaria; porque es mejor dar un paso juntos que dos (o incluso más) solos.
b) Invita a afrontar las diversidades en espíritu de comunión
Los rápidos cambios culturales en curso no sólo provocan transformaciones estructurales que repercuten sobre las actividades y sobre la misión; también pueden dar lugar a tensiones en el seno de las comunidades, en las que distintos tipos de formación cultural o espiritual llevan a lecturas diversas de los signos de los tiempos y, en consecuencia, desembocan en proyectos diferentes que no siempre son conciliables. Estas situaciones pueden ser más frecuentes hoy que en el pasado, dado que aumenta el número de comunidades constituidas por personas provenientes de etnias o culturas diversas y, por otra parte, se acentúan las diferencias generacionales. La autoridad está llamada a servir con espíritu de comunión también a estas comunidades integradas por componentes tan variados, ayudándolas a ofrecer, en un mundo marcado por múltiples divisiones, el testimonio de que es posible vivir juntos y amarse aun siendo distintos. Según esto, deberá tener bien claros algunos principios teórico-prácticos:
– recordar que, según el espíritu del evangelio, la diversidad en las ideas no debe convertirse nunca en conflicto de personas;
– insistir en que la pluralidad de perspectivas ayuda a profundizar los asuntos;
– favorecer la comunicación, de forma que el libre intercambio de ideas aclare las posiciones y haga emerger la contribución positiva de cada uno;
– ayudar a liberarse del egocentrismo y del etnocentrismo, que tienden a achacar a los demás las causas de los males, para llegar a la mutua comprensión;
– hacerse conscientes de que lo ideal no es tener una comunidad sin conflictos, sino una comunidad que acepta afrontar las propias tensiones, con el objeto de resolverlas, buscando soluciones que no ignoren ninguno de los valores que sirven de referencia.
c) Mantiene el equilibrio entre las varias dimensiones de la vida consagrada
Porque, efectivamente, puede haber tensiones entre ellas, y la autoridad debe velar para que quede a salvo la unidad de vida y se respete lo más posible el equilibrio entre el tiempo dedicado a la oración y el dedicado al trabajo, entre individuo y comunidad, entre actividad y descanso, entre atención a la vida común y atención al mundo y a la Iglesia, entre formación personal y formación comunitaria.68
Uno de los equilibrios más delicados es el que debe haber entre comunidad y misión, entre vida ad intra y vida ad extra.69 Dado que normalmente la urgencia de los quehaceres puede llevar a descuidar las cosas relativas a la comunidad, y que cada vez con mayor frecuencia hoy somos llamados a tareas de tipo individual, es oportuno que se respeten algunas normas obligadas que garanticen al mismo tiempo un espíritu de fraternidad en la comunidad apostólica y una sensibilidad apostólica en la vida fraterna.
Es importante que la autoridad sea garante de estas normas y recuerde a todos y cada uno que, cuando una persona de la comunidad está en misión o cumple cualquier servicio apostólico, aunque lo haga solo, actúa siempre en nombre del Instituto o de la comunidad; más aún, obra gracias a la comunidad. De hecho, con frecuencia, si esta persona puede desempeñar esa actividad es porque alguien de la comunidad le ha dedicado su tiempo, o le ha dado un consejo, o le ha transmitido un cierto espíritu; con frecuencia, otros permanecen en la comunidad y posiblemente lo sustituyen en determinadas tareas de casa, o piden por ella, o la sostienen con su propia fidelidad.
Por consiguiente, es preciso no sólo que el apóstol esté profundamente agradecido, sino que permanezca estrechamente unido a su comunidad en todo lo que hace; que no se lo apropie, y que se esfuerce a toda costa en caminar juntos, esperando, si fuera necesario, a quienes avanzan más lentamente, valorando la aportación de cada uno, compartiendo lo más posible gozos y fatigas, intuiciones e incertidumbres, de manera que todos sientan como propio el apostolado de los demás, sin envidias ni celotipias. Esté seguro el apóstol de que, por más que él dé a la comunidad, nunca igualará lo que de ella ha recibido o está recibiendo.
d) Tiene un corazón misericordioso
San Francisco de Asís, en una carta conmovedora a un ministro/ superior, daba las siguientes instrucciones sobre posibles debilidades personales de sus frailes: «Y en esto quiero conocer que amas al Señor y me amas a mí, siervo suyo y tuyo, si procedes así: que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y, si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y, si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor; y compadécete siempre de los tales».70
La autoridad está llamada a desarrollar una pedagogía del perdón y la misericordia, a ser instrumento del amor de Dios que acoge, corrige y da siempre una nueva oportunidad al hermano o la hermana que yerran y caen en pecado. Deberá recordar sobre todo que, sin la esperanza del perdón, la persona a duras penas podrá reanudar su camino e inevitablemente tenderá a sumar un mal al otro y una caída tras otra. Sin embargo, cuando se asume la perspectiva de la misericordia vemos que Dios es capaz de trazar un camino de bien incluso a partir de las situaciones de pecado.71 Aplíquese, pues, la autoridad para que toda la comunidad asimile este estilo misericordioso.
e) Tiene el sentido de la justicia
La invitación de san Francisco de Asís a perdonar al hermano que peca, puede ser considerada una preciosa regla general. Pero hay que reconocer que, entre los miembros de algunas fraternidades de consagrados, pueden existir comportamientos que lesionan gravemente al prójimo y que implican una responsabilidad para con personas ajenas a la comunidad, por una parte, y también para con la institución misma a que pertenecen. Si hace falta comprensión con las culpas de los individuos, también es necesario tener un sentido riguroso de la responsabilidad y la caridad con aquellos que han podido ser perjudicados por el comportamiento incorrecto de algún consagrado.
Aquél o aquélla que se equivoca, sepa que debe responder personalmente de las consecuencias de sus actos. La comprensión con el hermano no puede excluir la justicia, sobre todo si se trata de personas indefensas y víctimas de abusos. Reconocer el propio mal y asumir su responsabilidad y sus consecuencias, es ya parte de un camino de misericordia. Cuando Israel se aleja del Señor, aceptar las consecuencias del mal, como en la experiencia del exilio, es el punto de partida para el camino de conversión y el modo de descubrir más profundamente la propia relación con Dios.
f) Promueve la colaboración con los laicos
La creciente colaboración con los laicos en las obras y actividades dirigidas por personas consagradas, presenta tanto a la comunidad como a la autoridad nuevos interrogantes que exigen respuestas nuevas. «No es raro que la participación de los laicos lleve a descubrir inesperadas y fecundas implicaciones de algunos aspectos del carisma», dado que los laicos son invitados a ofrecer «a las familias religiosas la rica aportación de su secularidad y de su servicio específico».72
Se recordó en su momento que, para alcanzar el objetivo de la mutua colaboración entre religiosos y laicos, «es necesario tener: comunidades religiosas con una clara identidad carismática, asimilada y vivida, es decir, capaces de transmitirla también a los demás con disponibilidad para el compartir; comunidades religiosas con una intensa espiritualidad y un gran entusiasmo misionero para comunicar el mismo espíritu y el mismo empuje evangelizador; comunidades religiosas que sepan animar y estimular a los seglares a compartir el carisma del propio instituto, según su índole secular y su diverso estilo de vida, invitándolos a descubrir nuevas formas de actualizar el mismo carisma y misión. Así la comunidad religiosa puede convertirse en un centro de irradiación, de fuerza espiritual, de animación, de fraternidad que crea fraternidad y de comunión y colaboración eclesial donde las diversas aportaciones contribuyen a construir el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia».73
Además, es necesario que esté bien definido el mapa de competencias y responsabilidades lo mismo de laicos que de religiosos, como también el de los organismos intermedios (Consejos de administración, de la obra y semejantes). En todo esto, el que preside la comunidad de los consagrados tiene un papel insustituible.
Las obediencias difíciles
26. En el desarrollo concreto de la misión, la obediencia puede resultar en ocasiones particularmente difícil, desde el momento que las perspectivas y modalidades de la acción apostólica o diaconal pueden ser percibidas y pensadas de maneras diferentes. En esas ocasiones, cuando la obediencia se hace difícil, e incluso «absurda» en apariencia, puede surgir la tentación de la desconfianza y hasta del abandono: ¿vale la pena continuar? ¿No puedo hacer realidad mejor mis ideas en otro contexto? ¿Para qué desgastarse en contrastes estériles?
Ya san Benito se planteaba la cuestión de una obediencia «muy gravosa o incluso imposible de cumplirse»; y san Francisco de Asís consideraba el caso en que «el súbdito ve cosas mejores y más útiles a su alma que las que le ordena el prelado [el superior]». El Padre del monacato responde pidiendo un diálogo libre, abierto, humilde y confiado entre monje y abad; aunque, al final, si se le pide, el monje «obedezca por caridad, confiando en el auxilio de Dios».74 El Santo de Asís, por su parte, invita a llevar a cabo una «obediencia caritativa», en la que el fraile sacrifica voluntariamente sus puntos de vista y cumple la orden dada, porque de esta forma «cumple con Dios y con el prójimo».75 Y ve una «obediencia perfecta» cuando, no pudiendo obedecer porque se le manda «algo que está contra su alma», el religioso no rompe la unidad con el superior y la comunidad, dispuesto incluso a soportar persecuciones a causa de ello. De hecho — observa san Francisco — «quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos».76 Así nos recuerda que el amor y la comunión representan valores supremos, a los cuales incluso la autoridad y la obediencia están subordinados.
Hay que reconocer, por una parte, que es comprensible un cierto apego a ideas y convicciones personales que son fruto de la reflexión o de la experiencia y han ido madurando en el tiempo; y que es cosa buena tratar de defenderlas y sacarlas adelante, siempre en la perspectiva del Reino, en un diálogo abierto y constructivo. Pero no hay que olvidar, por otro lado, que el modelo es siempre Jesús de Nazaret, que en la Pasión pidió a Dios cumplir su voluntad de Padre, sin retroceder ante la muerte en cruz (cf. Hb 5, 7-9).
La persona consagrada, cuando se le pide que renuncie a las propias ideas y proyectos, puede experimentar desconcierto y sensación de rechazo de la autoridad, o advertir en su interior «fuertes gritos y lágrimas» (Hb 5, 7) y la súplica de que pase ese amargo cáliz. Pero ése es el momento justo para confiarse al Padre a fin de que se cumpla su voluntad y poder así participar activamente, con todo el ser, en la misión de Cristo «para la vida del mundo» (Jn 6, 51).
Al pronunciar estos difíciles «sí», puede comprenderse a fondo el sentido de la obediencia como supremo acto de libertad, expresado en un total y confiado abandono de sí a Cristo, Hijo que libremente obedece al Padre. Igualmente se podrá entender el sentido de la misión como oferta obediente de sí mismo, que atrae la bendición del Altísimo: «Yo te bendeciré con todo tipo de bendiciones... (Y) serán benditas todas las naciones de la tierra, por haberme obedecido tú» (Gn 22, 17.18). En esta bendición, la persona consagrada obediente sabe que recuperará todo lo que ha dejado con el sacrificio de su desprendimiento; en esta bendición se esconde también la plena realización de su misma humanidad (cf. Jn 12, 25).
Obediencia y objeción de conciencia
27. Aquí puede surgir un interrogante: ¿puede haber situaciones en que la conciencia personal parezca que no permite seguir las indicaciones dadas por la autoridad? O, de otra forma, ¿puede ocurrir que el consagrado se vea obligado a declarar, respecto de las normas o los propios superiores: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29)? Sería el caso de la llamada objeción de conciencia, de la que habló Pablo VI,77 y que debe entenderse en su significado auténtico.
Si es verdad que la conciencia es el ámbito en que resuena la voz de Dios que nos indica cómo comportarnos, no lo es menos que hace falta aprender a escuchar esa voz con gran atención, para saber reconocerla y distinguirla de otras voces. En efecto, no hay que confundir esa voz con otras que brotan de un subjetivismo que ignora o descuida las fuentes y criterios irrenunciables y vinculantes en la formación del juicio de conciencia: «el «corazón» convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios «verdaderos» de la conciencia»,78 y «la libertad de la conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y sólo «en» la verdad».79
En consecuencia, la persona consagrada deberá reflexionar con calma antes de concluir que la voluntad de Dios la expresa, más que el mandato recibido, lo que ella siente en su interior. Y tendrá que recordar que la ley de la mediación rige en todos los casos, absteniéndose de tomar decisiones graves sin contraste ni comprobación alguna. No se discute, ciertamente, que lo importante es llegar a conocer y cumplir la voluntad de Dios; pero debería ser igual de indiscutible que la persona consagrada se ha comprometido con voto a captar esta santa voluntad a través de determinadas mediaciones. Afirmar que lo que cuenta es la voluntad de Dios y no las mediaciones, y rechazar éstas o aceptarlas sólo a conveniencia, puede quitar significado al voto y vaciar la propia vida de una de sus características esenciales.
Por consiguiente, «hecha excepción de una orden que fuese manifiestamente contraria a las leyes de Dios o a las constituciones del Instituto, o que implicase un mal grave y cierto — en cuyo caso la obligación de obedecer no existe —, las decisiones del superior se refieren a un campo donde la valoración del bien mejor puede variar según los puntos de vista. Querer concluir, por el hecho de que una orden dada aparezca objetivamente menos buena, que es ilegítima y contraria a la conciencia, significaría desconocer, de manera poco real, la oscuridad y la ambigüedad de no pocas realidades humanas. Además, el rehusar la obediencia lleva consigo un daño, a veces grave, para el bien común. Un religioso no debería admitir fácilmente que haya contradicción entre el juicio de su conciencia y el de su superior. Esta situación excepcional comportará alguna vez un auténtico sufrimiento interior, según el ejemplo de Cristo mismo «que aprendió mediante el sufrimiento lo que significa la obediencia» (Hb 5, 8)».80
La difícil autoridad
28. También la autoridad puede caer en el desánimo y el desencanto: ante las resistencias de algunas personas o de una comunidad, o frente a ciertas cuestiones que parecen irresolubles, puede surgir la tentación de dejar pasar y considerar inútil cualquier esfuerzo por mejorar la situación. Asoma, entonces, el peligro de convertirse en gestores de la rutina, resignados a la mediocridad, inhibidos para toda intervención, sin ánimo para señalar las metas de la auténtica vida consagrada y con el riesgo de que se apague el amor de los comienzos y el deseo de testimoniarlo.
Cuando el ejercicio de la autoridad se hace gravoso y difícil, conviene recordar que el Señor Jesús considera ese oficio como un acto de amor para con Él («Simón de Juan, ¿me amas?»: Jn 21, 16); y es saludable volver a escuchar las palabras de Pablo: «Sed alegres en la esperanza, fuertes en la tribulación, perseverantes en la oración, serviciales en las necesidades de los hermanos» (Rm 12, 12-13).
El callado sufrimiento interior que lleva consigo la fidelidad al deber, con frecuencia incluso marcado por la soledad y la incomprensión de aquellos a los que uno se entrega, se convierte en vía de santificación personal, al tiempo que cauce de salvación para las personas a causa de las cuales se sufre.
Obedientes hasta el final
29. Si la vida del creyente es toda ella una búsqueda de Dios, entonces cada día de la existencia se convierte en un continuo aprender el arte de escuchar su voz para seguir su voluntad. Se trata de una escuela en verdad exigente, una pugna entre el yo que tiende a ser dueño de sí y de su historia y el Dios que es «el Señor» de toda historia; una escuela en la que uno aprende a fiarse tanto de Dios y de su paternidad que confía también en los hombres, sus hijos y hermanos nuestros. De esta forma crece la certeza de que el Padre no abandona nunca, ni siquiera cuando hay que poner el cuidado de la propia vida en manos de los hermanos, en los cuales debemos reconocer la señal de su presencia y la mediación de su voluntad.
Con un acto de obediencia, aunque inconsciente, hemos venido a la vida, acogiendo aquella Voluntad buena que nos ha preferido a la no existencia. Concluiremos el camino con otro acto de obediencia, que desearíamos fuera lo más consciente y libre posible, pero que sobre todo es expresión de abandono a aquel Padre bueno que nos llamará definitivamente a sí, en su reino de luz infinita, donde concluirá nuestra búsqueda y lo verán nuestros ojos, en un domingo sin fin. Entonces seremos plenamente obedientes y estaremos realizados del todo, porque diremos para siempre sí a aquel Amor que nos ha hecho existir para ser felices con Él y en Él.
Oración de la autoridad
30. «Oh, buen pastor, Jesús, pastor bueno, pastor clemente, pastor misericordioso: este pastor pobre y miserable levanta su grito hacia ti; un pastor débil, inexperto e inútil pero, así y todo, pastor de tus ovejas.
Enséñame a mí, tu siervo, Señor, enséñame, te lo suplico, por medio de tu Espíritu Santo, cómo servir a mis hermanos y desgastarme por ellos. Concédeme, Señor, por tu gracia inefable, saber soportar con paciencia sus debilidades, saber compartir sus sufrimientos con benevolencia y prestarles ayuda con discreción. Que, enseñado por tu Espíritu, aprenda a consolar al triste, a fortalecer al pusilánime, a levantar al caído, a ser débil con los débiles, a indignarme con quien padece escándalo, a hacerme todo a todos para salvar a todos. Pon en mi boca palabras verdaderas, justas y agradables, que les edifiquen en la fe, en la esperanza y en la caridad, en la castidad y en la humildad, en la paciencia y en la obediencia, en el fervor del espíritu y en la entrega del corazón.
Los confío a tus santas manos y a tu tierna providencia, para que nadie los arrebate de tu mano ni de la mano de tu siervo, a quien los has confiado, sino que perseveren con gozo en el santo propósito y, perseverando, obtengan la vida eterna, con tu ayuda, dulcísimo Señor nuestro, que vives y reinas por todos los siglos de los siglos. Amén».81
Oración a María
31. Dulce y santa Virgen María, en el momento del anuncio del ángel, con tu obediencia creyente e interpelante, nos diste a Cristo. En Caná nos mostraste, con tu corazón atento, cómo actuar con responsabilidad. No esperaste pasivamente la intervención de tu Hijo, sino que te le adelantaste, haciéndole saber las necesidades y tomando, con discreta autoridad, la iniciativa de mandarle a los sirvientes.
A los pies de la cruz, la obediencia te hizo Madre de la Iglesia y de los creyentes, en tanto que en el Cenáculo todos los discípulos reconocieron en ti la dulce autoridad del amor y del servicio.
Ayúdanos a comprender que toda autoridad verdadera en la Iglesia y en la vida consagrada tiene su fundamento en ser dóciles a la voluntad de Dios y, de hecho, cada uno de nosotros se convierte en autoridad para los demás con la propia vida vivida en obediencia a Dios.
Madre clemente y piadosa, «Tú, que has hecho la voluntad del Padre, disponible en la obediencia»,82 vuelve nuestra vida atenta a la Palabra, fiel en el seguimiento de Jesús Señor y Siervo, en la luz y con la fuerza del Espíritu Santo, alegre en la comunión fraterna, generosa en la misión, solícita en el servicio de los pobres, a la espera de aquel día cuando la obediencia de la fe culminará en la fiesta del Amor sin fin.
El 5 de mayo de 2008, el Santo Padre aprobó la presente Instrucción de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica y ha ordenado su publicación.
Roma, 11 de mayo de 2008, Solemnidad de Pentecostés.
Franc. Card. Rodé, C.M.
Prefecto
Gianfranco A. Gardin, OFM Conv.
Secretario
Ordo Missae: San Clemente I, Papa y Mártir.
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23 de Noviembre. Sábado.
San Clemente I, Papa y Mártir.
Conmemoración de Santa Felicidad, Mártir.
Doble.
Ornamentos Rojos.
Misa: Dicit Dóminus:...
Gloria
Co...
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