3. El Espíritu Santo
Las apropiaciones
En la intimidad eterna del Dios único (ad intra) todo es común entre las tres Personas, el ser y la vida, la sabiduría y la voluntad, la majestad y la belleza, la santidad y la omnipotencia. Pero sólo el Padre engendra; sólo el Hijo es engendrado; sólo el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Por tanto, en Dios uno y trino «todo es uno, donde no obsta la oposición de relación» personal (Florencia, 1441: Dz 703/1330).
Y en lo que mira a las obras exteriores de Dios (ad extra), todas las acciones divinas, sean en el orden de la naturaleza o de la gracia, son comunes a las tres Personas divinas, pues la causa de esas operaciones es la naturaleza divina, una e indivisible.
Pues bien, la Iglesia quiere que Dios sea conocido y amado no sólo en la Unidad de su ser sino también en su Trinidad personal. Y por eso, apoyándose en la Revelación y en la Tradición, atribuye en su magisterio y en su liturgia ciertas acciones a una de las tres Personas divinas, por la especial afinidad que esa obra tiene con ella.
Y así, siendo el Padre el principio sin principio, el origen de las otras dos Personas divinas, iguales a El en divinidad y eternidad, la Iglesia le atribuye la condición de Creador, de origen absoluto de todo lo visible e invisible, aunque bien sabe la Iglesia que la creación es obra de las tres Personas divinas.
Y así la Iglesia, siendo el Hijo la expresión infinita del pensamiento del Padre, su idea eterna, le atribuye la condición de Sabiduría divina, Logos, Hijo, Verbo divino, que procede del Padre por generación intelectual.
Y así también, al proceder eternamente el Espíritu Santo del Padre y del Hijo por vía de espiración de amor, la Iglesia identifica esta Persona tercera de la Trinidad divina como el Amor de Dios, y a Él atribuye de especial modo toda la obra de la santificación de los hombres.
De este modo la Iglesia, dice León XIII, hace estas atribuciones en el interior del misterio de la Trinidad «con gran propiedad (aptissime)» (Divinum illud 5). Y la finalidad última de estas apropiaciones, según Santo Tomás, es «para manifestar la fe (ad manifestationem fidei)» (STh I,29,7).
Pues bien, estas atribuciones se expresan principalmente por los Nombres que la tradición cristiana da a cada una de las tres Personas divinas.
Nombres del Espíritu Santo
Tres nombres fundamentales son propios del Espíritu Santo, y los tres están basados directamente en la Sagrada Escritura: Espíritu Santo, Amor y Don (STh I,36-38). Y el examen de cada uno de ellos ha de ayudarnos a profundizar en la identidad misteriosa de esta Persona divina.
1.- Espíritu Santo. «Dios es espíritu», dice Jesús (Jn 4,24). Y de Jesús dice San Pablo: «El Señor es Espíritu» (2Cor 3,17). Es, pues, evidente que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, las tres Personas divinas, son Espíritu. Y, por supuesto, las tres son santas. Sin embargo, el nombre de «Espíritu Santo» es el nombre propio de la tercera Persona divina, pues sólo ella -no el Padre, ni el Hijo- es el término de la espiración de amor, que procede del Padre y del Hijo. Y en Pentecostés, es el Espíritu Santo el espíritu santificante que el Padre y el Hijo comunican a los hombres.
2.- Amor. «Dios es amor», dice San Juan (1Jn 4,8.16). Las tres Personas divinas son amor, amor eterno e infinito. Sin embargo, si entendemos en su sentido personal el término amor, conviene exclusivamente al Espíritu Santo. En efecto, el amor entre el Padre y el Hijo es una persona, es el Espíritu Santo.
Que el Espíritu Santo es el amor divino nos viene enseñado por la Revelación (Rm 5,5) y por la tradición teológica y espiritual. San Agustín nos dice: «el amor que procede de Dios y que es Dios, es propiamente el Espíritu Santot» (ML 42,1083). Y el concilio XI de Toledo (a.675), como hemos visto, confiesa como fe de la Iglesia que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y «es la caridad o santidad de ambos» (Dz 277/527). Por eso Santo Tomás enseña que «en lo divino el nombre de amor puede entenderse esencial y personalmente. [Esencialmente es el nombre común de la Trinidad]. Y personalmente es el nombre propio del Espíritu Santo» (STh I,37,1).
3.- Don. Hemos de ver en seguida cómo las tres Personas divinas se entregan al hombre, como don supremo, en el misterio de la inhabitación por gracia. Sin embargo, la Escritura nos revela que el término don conviene personalmente al Espíritu Santo, como nombre suyo propio (Jn 4,10-14; 7,37-39; 14,16s; Hch 2,38; 8,17. 20).
Tener en cuenta esto es muy importante para comprender bien la naturaleza de la caridad y su relación ontológica con el Espíritu Santo: «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
Dice Santo Tomás: «El amor es la razón gratuita de la donación. Por eso damos algo gratis a alguno, porque queremos el bien para él. Lo cual manifiesta claramente que el amor tiene razón de don primero, por el cual todos los otros dones gratuitamente se dan. Por eso, como el Espíritu Santo procede como amor, procede como don primero. Y en ese sentido dice San Agustín que "por el don del Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen entre los miembros de Cristo"» (STh I,38,2).
En efecto, cuando amamos a una persona, le comunicamos muchos dones: compañía, ayuda, dinero, alimentos, casa, favores, etc. Pero el primer don que le concedemos es el amor que le tenemos: de ese don fontal proceden todos los demás. Por eso, dice bien Santo Tomás que «el amor tiene razón de don primero».
Cristo habla siempre a los hombres del Espíritu Santo como del supremo don divino. En primer lugar, promete este don -«el Espíritu de la Promesa» (Gál 3,14)- como un bien gratuitamente comunicado por amor. Y en segundo lugar, enseña Jesús que este don debe ser pedido, precisamente porque sólamente puede venir a nosotros como don, como un bien dado: «si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13).
Pedir el Espíritu Santo es, pues, pedir el Amor divino; es pedir el Don supremo, el don primero, el amor, el don fontal del que proceden para nosotros todos los demás dones divinos: la gracia, la filiación, el perdón, las virtudes, los dones del Espíritu Santo, la herencia eterna.
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