jueves, 10 de abril de 2008

Homilía del cardenal Norberto Rivera Carrera en la inauguración de la LXXXIII de la Conferencia Episcopal Mexicana

Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera Carrera, Gran Canciller de la Universidad Pontificia de México y Arzobispo Primado de México, en la apertura de la LXXXIII Asamblea Plenaria de la CEM por los XXV años de reapertura de la Universidad Pontificia de México.

El Espíritu Santo les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho

El Espíritu de amor, condición de la verdad

El Espíritu Santo es presentado en estos textos de la liturgia pascual como el que resucitó a Jesucristo de entre los muertos, como parte constitutiva de la comunidad trinitaria, como el amor divino; pero también, en relación a la Iglesia, como el Consolador de los afligidos, el enviado por el Padre a los discípulos para que los guíe a la verdad, convirtiéndose así en principio de unidad de la Iglesia y en condición necesaria para la salvación en Cristo.

Él es quien viene a plenificar la acción redentora que Jesucristo realizó en la historia por medio de su vida (palabras y hechos), de su pasión, muerte y resurrección. Ya que fue el mismo Espíritu quien guiaba e inspiraba la obra de Cristo: el Amor Divino del Padre.

Es decir, aunque parece ser que el Espíritu asume un papel protagónico en la redención humana, porque así lo evidencia la liturgia, es también cierto que requiere de la participación humana para su realización.

Así por ejemplo, en el contexto de la comunidad de discípulos, después de la Resurrección, toma una nueva comprensión la frase que el Evangelista San Juan pone en labios de Jesús: “Si alguno me ama guardará mi Palabra y mi Padre le amará y vendremos a él, y haremos morada en él”.

Jesús hace una relación directa entre el amor y el guardar su Palabra. El amor es en el fondo, la presencia real y activa del Espíritu Santo que actúa en los que han recibido el bautismo, haciéndolos disponibles a la escucha y guarda de la Palabra de Jesucristo.

Dicha frase es la respuesta ante la pregunta de Judas (Tadeo), uno de sus discípulos: ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?” (Jn. 14,22). En ésta se indica que hay una diferencia de condiciones entre los que serán capaces de recibir la manifestación de Jesús y los que no (el mundo).

Sólo los que aman con el amor venido del Espíritu Santo son capaces de escuchar a Cristo, comprenderlo, asimilar su contenido, transformarse y expresarlo en su propia vida.

Si bien Jesús marca la condición primordial del Espíritu Santo, su acción se dirige a los que libremente están dispuestos a asumir una nueva condición de vida a partir de la Palabra de Jesús, y que en la Escritura son llamados Discípulos.

Ser Discípulo implica tener libertad interior, disposición de aprender, capacidad de admiración, convencimiento de que lo que se va a recibir lo hará mejor, apertura a la aventura, confianza hacia quien lo guiará. Esas son las características de quien se deja inhabitar por el Espíritu de Dios y tiene el amor de Dios.

El discípulo entonces, es capaz de escuchar la Palabra de Cristo, comprenderla, asimilar su contenido, dejarse transformar por ella y expresarla en su propia conducta, dando frutos de vida, enriqueciendo a la comunidad de fieles y por ella al mundo.

En el discípulo habita la Palabra, la guarda con amor y a su vez, es amado por el Padre, convirtiéndose así en morada de Dios Trinidad.

Y para que no quede duda o ambigüedad, el evangelista San Juan pone la situación contraria: El que no me ama no guardará mis palabras. Es decir, se cierra a escuchar a Cristo, muestra incomprensión a su mensaje, hay nula asimilación de su contenido, no se deja transformar por él y hay una carencia de frutos de vida.

A partir de la Resurrección de Cristo, los que son discípulos son los que están capacitados para llevar en sus vidas el mensaje de salvación: “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ustedes y serán mis testigos, en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”. Ellos son por tanto misioneros de Jesucristo. Enviados por Él con la fuerza del Espíritu Santo.

Esta acción del Cristo Resucitado la continuamos en la Iglesia en la misma dinámica que él propuso: hacer discípulos para luego ser enviados como misioneros.

En el corazón de estas palabras encontramos la misión de nuestra Universidad Pontificia de México, que ya desde en 1551 estuvo erigida para que los naturales e hijos de los españoles fuesen industriados en las cosas de nuestra santa fe católica y en las demás facultades. Desde su fundación el 25 de Enero de 1553, fecha en que se ejecutó la cédula, se constituyó una institución eclesial que ayudó en la ya difícil labor de la evangelización fundante hasta 1867 que por motivos de la lucha de independencia cerró sus puertas.

Sin embargo, la importancia de la misma, como un modo de evangelizar, hizo que se pidiera de nuevo su reapertura a la Santa Sede quien la otorgó al entonces Arzobispo de México Don Próspero María Alarcón y Sánchez de la Barquera en 1895, que de nuevo por motivos de revueltas sociales cierra en 1932.

La Conferencia del Episcopado Mexicano en la XXV Asamblea Plenaria (abril 1980) acordó por unanimidad volver a la tradición universitaria, y solicitó formalmente a la Santa Sede, en 1981, la reapertura de la Universidad Pontificia de México.

El 29 de Junio de 1982 se aprueban los Estatutos y se erige canónicamente la Facultad Teológica Mexicana, como primer paso para constituir la UPM. Es por eso que estamos celebrando en este año el XXV aniversario de esta tercera etapa.

¿Para qué una Universidad Pontificia en México? Solamente se puede entender a la luz de la misión salvífica de Cristo: para que, por medio de ella, se sigan haciendo discípulos que amen a Cristo y guarden su Palabra. Esa es la misión que nosotros los obispos, como sucesores de los Apóstoles tenemos encomendada: que en estas tierras mexicana se sigan formando discípulos cualificados que, guardando la Palabra de Jesús Maestro, transformen su vida y con la fuerza del Espíritu Santo se vuelvan misioneros y testigos de la Resurrección de Jesucristo para transformar la vida social y pública de nuestro continente latinoamericano.

Sin embargo, el arte de hacer discípulos implica un proceso mistagógico, es decir, el arte de formar al discípulo siendo discípulo primero. El maestro debe ser discípulo esmerado de Jesucristo para que el alumno aprenda la forma viva de ser discípulo.

Esto es un reto para la Universidad Pontificia, ya que no puede ser un centro de eruditos que trasmitan sólo conocimientos adquiridos por el paso de los años en la indagación de los libros. Requiere de verdaderos discípulos de Cristo que, dejándose formar por la acción del Espíritu Santo guarden la Palabra de Jesús (el verdadero maestro), se dejen transformar por Él, comprendan su contenido y lo expresen con su vida dando frutos a favor de la comunión de la Iglesia.

Sólo así se garantizará que los estudiantes puedan descubrir en sus cursos e investigaciones, que la ciencia se respalda con la vida de hombres y mujeres que han transformado la historia desde el Evangelio de Cristo.

Cuando los discípulos preguntaron a Jesús resucitado si ya había llegado el tiempo de reestablecer el Reino de Israel; El Señor les dijo: a ustedes no les toca conocer el tiempo y el momento. Al hombre no le corresponde conocerlo todo, sino lo necesario para la salvación de la humanidad, y eso se va aprendiendo paulatinamente a lo largo de la vida, desde la Sabiduría divina, como le corresponde al discípulo fiel que en su momento será enviado a la misión de impregnar en las estructuras sociales, políticas y culturales la novedad del Evangelio, y desde esos ámbitos los hombres conozcan a Cristo, escuchen su Palabra y alcancen la salvación.

La misión de la Universidad Pontifica es la de formar discípulos que busquen la verdad, la verdad que los hace libres. En su lema tiene su misión: Alma Veritatis Parens.

Queridos hermanos en el episcopado; profesores, autoridades, alumnos y empleados de la Universidad Pontificia de México que celebramos XXV años de esta reapertura.

Pidamos la asistencia del Espíritu Santo, el único que nos puede hacer amar a Cristo y guardar su Palabra, el único que puede guiarnos a descubrir los designios de Dios para nuestra Universidad Pontificia y su papel evangelizador en los esfuerzos que cada uno de nosotros hacemos en nuestras diócesis.

Pidámosle que nuestra Universidad Pontificia sea un centro académico y cultural que desde el Evangelio tenga la fuerza de transformar las realidades sociales de nuestra Patria.

Pidamos que Dios Trinidad inhabite en cada uno de nosotros para que seamos testigos de la Resurrección de Jesucristo. Dios guíe nuestros pasos hacia la verdad plena en su Reino.

¡Envía Señor tu Espíritu a renovar la Tierra!

  1. http://www.cem.org.mx/doctos/asamblea/lxxxiii/homiliaNRC.htm

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